El punto de partida es un artículo de Castoriadis publicado originalmente en 1998 y titulado “Individuos autónomos para una sociedad autónoma”. En él define como autónomo a aquel que se da su propia ley, es decir, el que no acepta autoridad alguna y todo lo cuestiona, inclusive su propio pensamiento anterior. Este concepto lo extiende precisando que la autonomía en política consistiría en no considerar indiscutibles las instituciones, los puntos de partida sociales. Este asunto lo ejemplifica al hablar de las bondades de la democracia griega y de las revoluciones modernas, recordando que todas las antiguas leyes griegas iban encabezadas por edoxe te boule kai to demo (le ha parecido bien –no “está bien”, eso sería elevar a divinidad una decisión humana- al consejo y al pueblo), y que en la original declaración francesa de los derechos del hombre se decía que la soberanía pertenece al pueblo, que la ejerce directamente o a través de sus representantes (ese directamente nos resulta cuanto menos sorprendentemente “moderno” en la actualidad). Y concluye que una sociedad autónoma sólo puede estar formada por individuos autónomos, es decir libres (no sólo formalmente), es decir con posibilidad efectiva (subrayado) de participar en la discusión. El modo de lograr esa libertad, dado que es imposible psicoanalizar a todos los individuos (!), quizá pueda encontrarse en la educación, aunque Castoriadis es poco optimista. De hecho, afirma que vivimos en una sociedad de individuos privatizados en lo personal (volcados hacia sí, individualistas, conformistas) y cínicos en lo político (fruto de la decepción, votando de un modo útil, etcétera).
Tras ese artículo, otro de 1987 llamado “La época del conformismo generalizado”, en el que, para reflexionar sobre la división historiográfica en periodos históricos, toma del psicoanálisis la idea de que la mejor manera de hacer frente a la subjetividad es explicitarla, explicitar los presupuestos desde los que se propone una nueva división. Una vez enunciados sus etapas (emergencia de occidente, siglo XIII; modernidad, siglo XVIII; retirada al conformismo, 1960), y hablando del dominio de lo “racional” y de la “racionalización” capitalista (por oposición o tensión con la autonomía individual y social), hace una referencia a la tendencia (nefasta e inevitable) del pensamiento a las certidumbres exhaustivas y a los proyectos exhaustivos (en el marco del imaginario del progreso material y técnico), y esta referencia me lleva directamente a Bouvard y Pécuchet.
En la obra inacabada de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, dos oficinistas de inicios del XIX, una especie de Laurel y Hardy agraciados por una herencia y empeñados en “agotar el campo de lo posible”, se retiran al agro en busca de una vida más auténtica de la que, desengañados y empobrecidos, saltan al ámbito del conocimiento en sus múltiples vertientes. En una de sus muchas incursiones (en este caso sobre historia del arte, aunque les sucede lo mismo en los demás temas) buscan claridad en el conocimiento, pero cuanto más se informan más confusos están, y esta falta de certidumbre les contraria terriblemente. En otro momento de la novela se dice que el deseo de terminar con la incertidumbre les hace desear que ya no se hicieran más descubrimientos, o que existiese un canon que prescribiese lo que había de ser creído y lo que no. Otro ejemplo de su deseo de certidumbre, éste más bufo y extremo, es la conversión al cristianismo de Pécuchet, anteriormente denostado por impiedad por sus vecinos; pero, siempre tan veraz en sus planteamientos vitales, Pécuchet canta salmos todo el día, discute sobre el dogma con el cura del pueblo e intenta convertir a todo el mundo a su rigorismo, y entonces todos lo acusan de “ir demasiado lejos”.
Ahí volvemos a Castoriadis, cuando habla de la época moderna como una retirada al conformismo en la que el proyecto de autonomía se eclipsa. Incluso afirma que la evanescencia del conflicto social y político en la esfera de lo real tiene su contrapartida en el campo intelectual y artístico con la desaparición del pensamiento crítico (que para él es un verdadero trabajo de creación). Y uno se acuerda de Bouvard y Pécuchet cuando, desengañados de todo y de todos, se construyen un pupitre para dos, compran lápices y útiles de escritorio y vuelven, de nuevo, a su labor de copistas.

