Traducción del arranque de "Mi tío Benjamin" (1843), del genial Claude Tillier:
"En realidad, no sé por qué el hombre le tiene tanto aprecio
a la vida. ¿Qué le parece tan agradable de esta insípida sucesión de noches y
días, de inviernos y primaveras? Siempre el mismo cielo, el mismo sol; siempre
los mismos prados verdes y los mismos campos amarillos; siempre los mismos
discursos de la corona, los mismos pícaros y los mismos pánfilos. Si Dios no ha podido hacerlo mejor es que es un
torpe operario, y hasta el tramoyista de la ópera tiene más habilidad que Él.
Ya está usted faltando, me decís, y lanzando injurias contra
Dios. ¡Y qué quieren ustedes! Dios no es más que un funcionario, y aunque sea
un alto funcionario sus funciones no son ninguna sinecura. Pero no temo que
vaya a reclamar contra mí amparándose en la ley Bourdeau de daños y perjuicios,
pensando en sacarme como para pagarse una iglesia por el daño que mis
comentarios pudieran causar a su honor.
Yo sé bien que los jueces son más quisquillosos que Él mismo
en lo que concierne a su reputación, y eso es precisamente lo que no me parece
bien. ¿En virtud de qué título estos hombres de negro se arrogan el derecho de
vengar injurias que le son exclusivamente personales? ¿Tienen un poder firmado
por el mismo Jehová que a ello les autoriza?
¿Creen ustedes que le alegra cuando la policía le quita de
su mano el trueno para fulminar brutalmente a algún desgraciado, sólo por un
delito de algunas sílabas? ¿Y qué prueba, además, a estos señores que Dios ha
sido ofendido? Él está allí presente, colgado en su cruz, y estos señores a su
lado, sentados en sus sillones: Que le pregunten a Él, y si responde
afirmativamente, entonces reconoceré haberme equivocado. ¿Saben ustedes por qué
se desplomó la dinastía de los Capetos, esa vieja y augusta ensalada de reyes
aliñada con tan gran cantidad de oleo sagrado? Yo lo sé, y se lo voy a decir:
Porque promulgaron la ley sobre el sacrilegio.
Pero ahora no estamos tratando ese asunto.
¿Qué es vivir? Levantarse, acostarse, almorzar, cenar, y
volver a empezar al día siguiente. Cuando se llevan cuarenta años haciéndola,
esta tarea termina volviéndose bastante aburrida.
Los hombres son como espectadores, unos sentados sobre
terciopelo, otros sobre fríos bancos, la mayoría de pie, asistiendo todos los
días al mismo drama, todos bostezando hasta desencajarse la mandíbula; todos
están de acuerdo en que aquello es mortalmente aburrido y que estarían mejor
acostados, pero nadie quiere abandonar su sitio.
¿La vida merece acaso que por ella se abran los ojos?
Nuestros afanes sólo tienen comienzo; la casa que edificamos será para nuestros
herederos; el batín que acolchamos con amor para abrigar nuestra vejez, servirá
para hacer pañales para nuestros nietos. Nos decimos: La jornada se ha
terminado, encendemos nuestra lámpara, atizamos el fuego, nos preparamos para
una dulce y apacible tarde junto al hogar: ¡Pam! ¡Pam! Alguien llama a la
puerta. ¿Quién es? Es la muerte, es hora de irse. Cuando tenemos todos los
apetitos de la juventud, y nuestra sangre está repleta de hierro y alcohol, no
tenemos un céntimo; cuando ya no tenemos ni dientes ni estómago, somos
millonarios. Apenas tenemos tiempo de decir a una mujer: “¡Te quiero!”, que en
el segundo beso ya es una vieja decrépita. Los imperios apenas se han
consolidado cuando ya se derrumban; se parecen a esos hormigueros que, con gran
esfuerzo, construyen los pobres insectos; cuando sólo les falta una brizna para
terminarlos, un buey los aplasta con su inmensa pezuña, o una carreta con su
rueda. Lo que vosotros llamáis la cubierta vegetal del globo, no son más que
miles y miles de sudarios superpuestos generación tras generación. Esos grandes
nombres que resuenan en las bocas de los hombres, nombres de capitales, de
monarquías, de generales, son los vidrios rotos de los viejos imperios que resuenan.
No podríais dar un paso a vuestro alrededor sin levantar el polvo de mil cosas
destruidas antes de ser acabadas.
Tengo cuarenta años, y ya he pasado por cuatro profesiones:
he sido preceptor, soldado, maestro de escuela y ahora soy periodista. He
estado sobre la tierra y sobre el océano, bajo una tienda y junto al hogar,
entre los barrotes de una prisión y en medio de los mayores espacios libres del
planeta; he obedecido y he mandado; he tenido momentos de opulencia y años de
miseria. He sido amado y he sido odiado; me han aplaudido y me han
ridiculizado. He sido hijo y padre, amante y esposo; he vivido la estación de
las flores y también la de los frutos, como dicen los poetas. Y en ninguno de
estos estados he encontrado motivos para felicitarme por estar encerrado en la
piel de un hombre en lugar de en la de un lobo o un zorro, en lugar de la
concha de una ostra, de la corteza de un árbol o de la piel de una patata.
Quizá si hubiese sido rentista, un rentista de más de cincuenta mil francos,
pensaría entonces de modo distinto.
Pero mientras eso no suceda, mi opinión es que el hombre es
una máquina expresamente fabricada para el dolor; sólo hay cinco sentidos para
percibir el placer, pero el sufrimiento le llega por toda la superficie de su
cuerpo; allí donde se le pinche, sangrará; allí donde se le queme, le saldrá
una ampolla. Los pulmones, el hígado, las entrañas no pueden darle ninguna
satisfacción; sin embargo, el pulmón se inflama y le hace toser; el hígado se
obstruye y le produce fiebre; las entrañas se retuercen y le dan el cólico. No
tenéis bajo vuestra piel un nervio, un músculo o un tendón que no os pueda
hacer gritar de dolor.
Vuestro cuerpo se
desarma a cada paso como un viejo reloj. Si levantas la vista al cielo para
rezar, te caerá una mierda de golondrina en el ojo; si vas al baile, se te
doblará el tobillo y tendrán que llevarte en andas a tu casa; hoy eres un gran
escritor, un gran filósofo, un gran poeta, pero si mañana se te rompe un solo
hilo de tu cerebro, te sangrarán, te pondrán hielo en la cabeza y ya no serás
más que un pobre loco.
El dolor se esconde tras todos los placeres, y sois como
ratas golosas a las que se atrae con el olor de un trozo de tocino. Estáis a la
sombra en vuestro jardín y os decís: ¡Oh, la bella rosa!, y os claváis una
espina; ¡Oh, el hermoso fruto! Pero dentro se esconde una avispa que os ha de
picar.
Os decís: Dios nos hizo para servirlo y amarlo. Pero eso no
es cierto: nos hizo para sufrir. El hombre que no sufre es una máquina
averiada, una criatura rota, un lisiado moral, un aborto de la naturaleza. La
muerte no es sólo el final de la vida, es su remedio. En ningún otro lugar se
está tan bien como en un ataúd. Si no me creéis, en lugar de una chaqueta nueva
encargaos un ataúd. Veréis que es el único traje que siempre sienta bien.
Lo que acabo de deciros quizá lo toméis como una idea
filosófica o como una paradoja, eso me da igual. Pero os ruego que la entendáis
como un prefacio, pues no sabría hacerlo mejor ni más conveniente para la
triste y lamentable historia que tengo el honor de contaros.
Me van a permitir que en mi historia me remonte hasta la
segunda generación, como si se tratase de un príncipe o un héroe del que se
hiciese la oración fúnebre. En ello no perderán nada. Las costumbres de aquella
época tenían el mismo valor que las nuestras: el pueblo llevaba cadenas,
cierto, pero con ellas sabía bailar y hacer un ruido como de castañuelas.
Porque, fijaos bien, la alegría se acompaña siempre de la
servidumbre. La alegría es un bien que Dios, gran hacedor de compensaciones, ha
creado especialmente para aquellos que están bajo la tutela de un maestro o
bajo la dura y pesada mano de la pobreza. Es un bien que ha creado para
consolarlos de sus miserias, igual que ciertas hierbas pensadas para florecer
entre las piedras del camino, como esos pájaros creados para cantar sobre las
viejas torres, como la hiedra hecha para sonreír entre las grietas de las
ruinas.
La alegría pasa como la golondrina sobre los grandes tejados
resplandecientes. Se para en los patios de los colegios, a la puerta de los
cuarteles, sobre las mohosas losas de las cárceles. Se posa, como una hermosa
mariposa, sobre la pluma del escolar que garabatea sus tareas. Bebe en la
cantina con los viejos soldados; y nunca canta tan alto –si es que la dejan
cantar- como entre los negros muros entre los que se encierra a los
desgraciados.
Por lo demás, la felicidad del pobre es una especie de
orgullo. Yo he sido pobre entre los pobres; pues bien, encontraba un cierto
placer en decirle a la fortuna: ¡No me doblaré ante tu empuje; me comeré mi pan
con tanto orgullo como el dictador Fabricio se comía sus nabos; llevaré mi
miseria como los reyes llevan su diadema; golpea tanto como quieras, golpéame
con fuerza: responderé a tus latigazos con sarcasmos; seré como ese árbol que florece
cuando lo talan por el pie; como la columna que luce un águila reluciente en su
capitel cuando ya el pico se apresta a derribarla por su base!
Queridos lectores, conformaos con estas explicaciones,
porque no sabría serviros otras más razonables."