domingo, 31 de marzo de 2013

Mi tío Benjamin

Traducción del arranque de "Mi tío Benjamin" (1843), del genial Claude Tillier:

"En realidad, no sé por qué el hombre le tiene tanto aprecio a la vida. ¿Qué le parece tan agradable de esta insípida sucesión de noches y días, de inviernos y primaveras? Siempre el mismo cielo, el mismo sol; siempre los mismos prados verdes y los mismos campos amarillos; siempre los mismos discursos de la corona, los mismos pícaros y los mismos pánfilos. Si  Dios no ha podido hacerlo mejor es que es un torpe operario, y hasta el tramoyista de la ópera tiene más habilidad que Él.
Ya está usted faltando, me decís, y lanzando injurias contra Dios. ¡Y qué quieren ustedes! Dios no es más que un funcionario, y aunque sea un alto funcionario sus funciones no son ninguna sinecura. Pero no temo que vaya a reclamar contra mí amparándose en la ley Bourdeau de daños y perjuicios, pensando en sacarme como para pagarse una iglesia por el daño que mis comentarios pudieran causar a su honor.

Yo sé bien que los jueces son más quisquillosos que Él mismo en lo que concierne a su reputación, y eso es precisamente lo que no me parece bien. ¿En virtud de qué título estos hombres de negro se arrogan el derecho de vengar injurias que le son exclusivamente personales? ¿Tienen un poder firmado por el mismo Jehová que a ello les autoriza?
¿Creen ustedes que le alegra cuando la policía le quita de su mano el trueno para fulminar brutalmente a algún desgraciado, sólo por un delito de algunas sílabas? ¿Y qué prueba, además, a estos señores que Dios ha sido ofendido? Él está allí presente, colgado en su cruz, y estos señores a su lado, sentados en sus sillones: Que le pregunten a Él, y si responde afirmativamente, entonces reconoceré haberme equivocado. ¿Saben ustedes por qué se desplomó la dinastía de los Capetos, esa vieja y augusta ensalada de reyes aliñada con tan gran cantidad de oleo sagrado? Yo lo sé, y se lo voy a decir: Porque promulgaron la ley sobre el sacrilegio.
Pero ahora no estamos tratando ese asunto.
¿Qué es vivir? Levantarse, acostarse, almorzar, cenar, y volver a empezar al día siguiente. Cuando se llevan cuarenta años haciéndola, esta tarea termina volviéndose bastante aburrida.
Los hombres son como espectadores, unos sentados sobre terciopelo, otros sobre fríos bancos, la mayoría de pie, asistiendo todos los días al mismo drama, todos bostezando hasta desencajarse la mandíbula; todos están de acuerdo en que aquello es mortalmente aburrido y que estarían mejor acostados, pero nadie quiere abandonar su sitio.
¿La vida merece acaso que por ella se abran los ojos? Nuestros afanes sólo tienen comienzo; la casa que edificamos será para nuestros herederos; el batín que acolchamos con amor para abrigar nuestra vejez, servirá para hacer pañales para nuestros nietos. Nos decimos: La jornada se ha terminado, encendemos nuestra lámpara, atizamos el fuego, nos preparamos para una dulce y apacible tarde junto al hogar: ¡Pam! ¡Pam! Alguien llama a la puerta. ¿Quién es? Es la muerte, es hora de irse. Cuando tenemos todos los apetitos de la juventud, y nuestra sangre está repleta de hierro y alcohol, no tenemos un céntimo; cuando ya no tenemos ni dientes ni estómago, somos millonarios. Apenas tenemos tiempo de decir a una mujer: “¡Te quiero!”, que en el segundo beso ya es una vieja decrépita. Los imperios apenas se han consolidado cuando ya se derrumban; se parecen a esos hormigueros que, con gran esfuerzo, construyen los pobres insectos; cuando sólo les falta una brizna para terminarlos, un buey los aplasta con su inmensa pezuña, o una carreta con su rueda. Lo que vosotros llamáis la cubierta vegetal del globo, no son más que miles y miles de sudarios superpuestos generación tras generación. Esos grandes nombres que resuenan en las bocas de los hombres, nombres de capitales, de monarquías, de generales, son los vidrios rotos de los viejos imperios que resuenan. No podríais dar un paso a vuestro alrededor sin levantar el polvo de mil cosas destruidas antes de ser acabadas.
Tengo cuarenta años, y ya he pasado por cuatro profesiones: he sido preceptor, soldado, maestro de escuela y ahora soy periodista. He estado sobre la tierra y sobre el océano, bajo una tienda y junto al hogar, entre los barrotes de una prisión y en medio de los mayores espacios libres del planeta; he obedecido y he mandado; he tenido momentos de opulencia y años de miseria. He sido amado y he sido odiado; me han aplaudido y me han ridiculizado. He sido hijo y padre, amante y esposo; he vivido la estación de las flores y también la de los frutos, como dicen los poetas. Y en ninguno de estos estados he encontrado motivos para felicitarme por estar encerrado en la piel de un hombre en lugar de en la de un lobo o un zorro, en lugar de la concha de una ostra, de la corteza de un árbol o de la piel de una patata. Quizá si hubiese sido rentista, un rentista de más de cincuenta mil francos, pensaría entonces de modo distinto.
Pero mientras eso no suceda, mi opinión es que el hombre es una máquina expresamente fabricada para el dolor; sólo hay cinco sentidos para percibir el placer, pero el sufrimiento le llega por toda la superficie de su cuerpo; allí donde se le pinche, sangrará; allí donde se le queme, le saldrá una ampolla. Los pulmones, el hígado, las entrañas no pueden darle ninguna satisfacción; sin embargo, el pulmón se inflama y le hace toser; el hígado se obstruye y le produce fiebre; las entrañas se retuercen y le dan el cólico. No tenéis bajo vuestra piel un nervio, un músculo o un tendón que no os pueda hacer gritar de dolor.
 Vuestro cuerpo se desarma a cada paso como un viejo reloj. Si levantas la vista al cielo para rezar, te caerá una mierda de golondrina en el ojo; si vas al baile, se te doblará el tobillo y tendrán que llevarte en andas a tu casa; hoy eres un gran escritor, un gran filósofo, un gran poeta, pero si mañana se te rompe un solo hilo de tu cerebro, te sangrarán, te pondrán hielo en la cabeza y ya no serás más que un pobre loco.
El dolor se esconde tras todos los placeres, y sois como ratas golosas a las que se atrae con el olor de un trozo de tocino. Estáis a la sombra en vuestro jardín y os decís: ¡Oh, la bella rosa!, y os claváis una espina; ¡Oh, el hermoso fruto! Pero dentro se esconde una avispa que os ha de picar.
Os decís: Dios nos hizo para servirlo y amarlo. Pero eso no es cierto: nos hizo para sufrir. El hombre que no sufre es una máquina averiada, una criatura rota, un lisiado moral, un aborto de la naturaleza. La muerte no es sólo el final de la vida, es su remedio. En ningún otro lugar se está tan bien como en un ataúd. Si no me creéis, en lugar de una chaqueta nueva encargaos un ataúd. Veréis que es el único traje que siempre sienta bien.
Lo que acabo de deciros quizá lo toméis como una idea filosófica o como una paradoja, eso me da igual. Pero os ruego que la entendáis como un prefacio, pues no sabría hacerlo mejor ni más conveniente para la triste y lamentable historia que tengo el honor de contaros.
Me van a permitir que en mi historia me remonte hasta la segunda generación, como si se tratase de un príncipe o un héroe del que se hiciese la oración fúnebre. En ello no perderán nada. Las costumbres de aquella época tenían el mismo valor que las nuestras: el pueblo llevaba cadenas, cierto, pero con ellas sabía bailar y hacer un ruido como de castañuelas.
Porque, fijaos bien, la alegría se acompaña siempre de la servidumbre. La alegría es un bien que Dios, gran hacedor de compensaciones, ha creado especialmente para aquellos que están bajo la tutela de un maestro o bajo la dura y pesada mano de la pobreza. Es un bien que ha creado para consolarlos de sus miserias, igual que ciertas hierbas pensadas para florecer entre las piedras del camino, como esos pájaros creados para cantar sobre las viejas torres, como la hiedra hecha para sonreír entre las grietas de las ruinas.
La alegría pasa como la golondrina sobre los grandes tejados resplandecientes. Se para en los patios de los colegios, a la puerta de los cuarteles, sobre las mohosas losas de las cárceles. Se posa, como una hermosa mariposa, sobre la pluma del escolar que garabatea sus tareas. Bebe en la cantina con los viejos soldados; y nunca canta tan alto –si es que la dejan cantar- como entre los negros muros entre los que se encierra a los desgraciados.
Por lo demás, la felicidad del pobre es una especie de orgullo. Yo he sido pobre entre los pobres; pues bien, encontraba un cierto placer en decirle a la fortuna: ¡No me doblaré ante tu empuje; me comeré mi pan con tanto orgullo como el dictador Fabricio se comía sus nabos; llevaré mi miseria como los reyes llevan su diadema; golpea tanto como quieras, golpéame con fuerza: responderé a tus latigazos con sarcasmos; seré como ese árbol que florece cuando lo talan por el pie; como la columna que luce un águila reluciente en su capitel cuando ya el pico se apresta a derribarla por su base!
Queridos lectores, conformaos con estas explicaciones, porque no sabría serviros otras más razonables."