Ya sabemos que al analizar las intenciones de nuestro
interlocutor va a ser muchas veces más interesante examinar no el discurso y
los argumentos explícitos sino aquellas actitudes, gestos y palabras dichas
casi sin querer, y que nos van a desvelar, al modo de los lapsus linguae y los actos fallidos freudianos, cuál es el verdadero contenido del mensaje que se transmite. Viene esto al hilo algunos
gazapos que han asomado sus orejillas en las recientes visitas de inspectores
de educación a nuestro instituto, enmarcadas éstas en una campaña lanzada por las
autoridades para la mejora de los resultados y las calificaciones de nuestro
alumnado, empeño loable aunque, como se verá, puesto en marcha con intereses
subyacentes que, al parecer, no es deseable poner sobre la mesa, no vaya a ser
que descubramos que el emperador está desnudo.
El primero de estos curiosos deslices lo tuvo un inspector
que, durante una reunión de departamento a la que asistía, usó por dos veces la
palabra clientes para referirse a los
alumnos. Esta transmutación de nuestros escolares en consumidores resulta ya de
por sí chocante, pues cambia por completo las reglas del juego y convierte a
alumnos y familias en compradores de servicios educativos, y a los profesores
en una especie de proveedores, y ya se sabe que el cliente siempre tiene razón,
y los nuevos y esforzados dependientes habrán de hacer lo que sea para
satisfacer a unos más o menos interesados compradores, vendedores temerosos de
que se vayan a la tienda de al lado, que igual vende más barato o tienen un
producto mejor envuelto.
Muy en esta línea, una inspectora que asistía a una sesión
de evaluación comentó casualmente que igual no convenía al centro que se
estuviese informando a determinados alumnos (en severo riesgo de abandono, con
dieciséis años y sin ninguna intención de mover un dedo para conseguir el
graduado en ESO) sobre la existencia de programas de cualificación profesional
en otros institutos, porque eso haría que nuestras estadísticas de abandono y
fracaso escolar se resintiesen. Porque, al parecer, ya es cosa hecha que en los
centros educativos se trabaja en nuevas dinámicas, atentos a las estadísticas y
por objetivos. Sin saber cómo, los
centros educativos han aterrizado de lleno en la nueva economía, donde los
alumnos son clientes a los que se les reconoce un derecho de reclamación que
más se parece a un derecho de devolución del producto si no les satisface
plenamente, y donde la dinámica ha de ser más la de una empresa (privada, por
supuesto, porque es artículo de fe que lo privado funciona mejor) atenta a los
objetivos, a los márgenes, a las estadísticas y a toda la panoplia neoliberal.
Aunque muchas de estas cuestiones ya se veían venir cuando
el énfasis se puso, años atrás, en convertir al profesorado en una especie de
animador, porque resulta que todo estaba cambiando y el cliente se aburría. Y
empezamos utilizando el cine como recurso didáctico (o sea, poniéndoles
películas), coloreando chillonamente los libros de texto (libros que ya vienen
subrayados, con los resúmenes hechos, ensalivados y previamente masticados para
que el alumno no tenga que esforzarse al tragarlos), y hemos terminado usando
toda la parafernalia informática no porque les ayude a entender o a conocer,
sino porque así la hora de clase resulta amena y, vocablo chirriante donde los
haya, motivadora.
Evidentemente, todo ha cambiado, y todo cambia cada día. Y nuestros
jóvenes van a vivir en un mundo absolutamente interconectado, en una sociedad
en la que Internet y las herramientas informáticas van a determinar su trabajo
y su ocio, y la escuela no puede mantenerse al margen. Pero, al mismo tiempo,
la escuela es también el lugar para formarse en la reflexión, para que aprendan
a pensar y no acepten lo que se les dice sin más, y tengan la capacidad de
decidir si ese futuro es el que desean o si, por el contrario, quieren
construir un mundo distinto. La escuela es y debe ser un sitio en el que
aprender a pensar, aunque este pensar implique un esfuerzo, un trabajo que no
casa bien con la sociedad icónica y multimedia en la que estamos de hecho
inmersos.
De una parte, Umberto Eco nos ha advertido que una educación
a través de la imagen ha sido siempre característica de las sociedades
absolutistas y paternalistas, y que la única posibilidad de contravenir este
hecho está en convertir a la imagen en una provocación para la reflexión
crítica y no en una “invitación a la hipnosis”. Pero es que, además, lo icónico
plantea una paradoja interesante, porque si, de una parte, lo visual resulta
más motivador y atractivo porque se dirige a lo emocional, de otra produce
pasividad en la audiencia (por el carácter tautológico del espectáculo, cuyos
medios y fines son los mismos, como lo definió Guy Debord al decir que la
sociedad del espectáculo es el imperio de la pasividad moderna) y, sobre todo,
deja a un lado los aspectos racionales, que es a dónde se debe dirigir
principalmente la acción educativa.
Lejos esta escuela, visual e interactiva en un contexto
puramente comercial, de aquella otra en la que el profesorado se educó y a la
que no quiere renunciar (por inercia antediluviana o por defender no se sabe
bien qué privilegios de clase, según denuncian nuestras autoridades educativas).
A poco que recordemos cómo era aquella escuela, y dejando al margen lo
edulcorado de todos los recuerdos personales, nos acordaremos de profesores
aburridos y de otros más amenos, de clases infames y clases memorables, de
colegios infernales y otros más parecidos a lo que podría ser el cielo, pero en
todos se entraba a modo de rito de paso, se iba al colegio y se dejaba atrás la
casa y la familia, es decir, se cambiaba de contexto y había por tanto de
usarse un lenguaje distinto, el lenguaje se convertía en una herramienta de
pensamiento descontextualizado que se utilizaba no ya para referirse a casos
concretos sino a nociones generales a cuyo uso el alumno se iba aventurando. Lo
racional, el pensar por sí mismo, esa era la clave, el reto. Si al profesorado
le cuesta renunciar a acompañar a sus alumnos en esa batalla es quizá porque
ahí reside la razón de ser última de su trabajo.
Al margen de la privatización de todos los bienes públicos,
y ahora al parecer le llegó el turno a la educación, también ha llegado la hora
de la privatización de los propios sujetos, autistas encerrados frente a una
pantalla, sea esta de cine, de televisión, pizarra digital o teléfono móvil. Si
ya es bastante ridículo el papel del maestro condenado al papel de operario que
enciende y apaga cachivaches, no lo es más su papel facilitador frente a los
alumnos (exámenes más fáciles, menos contenidos, un trabajito para aprobar…) y
de interlocutor familiar, no porque el padre venga a informarse de qué pasa con
su hijo, sino porque puede venir a reclamar sobre su hijo, y ya se sabe,
insisto, que el cliente siempre tiene razón. Todo para lograr una sociedad de analfabetos informatizados, como los
llamaba Joseph Weizenbaum, o, como los motejaba con mucha más acritud Sánchez
Ferlosio, de borriquitos con chándal.
Dado todo lo anterior, no sorprenderá el tercero de los comentarios casuales de un inspector
cuando, en una reunión con los representantes del alumnado, tuvo la ocurrencia
de preguntarles que “a qué profesor nominarían”. Porque si hemos pasado de una
sociedad espectacular a una sociedad especular, que diría Gérard Imbert, no ha
de extrañarnos que a su vez pasemos de convertir el instituto en un centro de
recreo audiovisual a fabricar un reality
con profesores objeto del hipervoyeurismo de un público pasivo que sólo
interviene para nominar (divertido
neologismo que podría usarse ya en lugar del caduco despedir) a aquellos que les aburren o que tienen la desfachatez de
obligarles a trabajar.
Desde hace ya muchos años venimos oyendo decir que la
educación va mal, que todo es un fracaso, que los profesores no hacen bien su
trabajo, que los alumnos no están motivados, que las familias no están
contentas, que existe un malestar social frente a la situación educativa, que
son necesarias reformas y cambios de leyes, que nos estamos quedando atrás en
nuestra carrera hacia no se sabe dónde. Todo va mal, y por tanto lo estamos
cambiando todo (siempre en determinada dirección, con una filosofía
privatizadora y neoliberal), pero todo sigue yendo cada vez peor. Creo que ha
llegado el momento de decir que el emperador está desnudo, de dejar de repetir
irreflexivamente que esto está mal, y empezar a plantearnos otras cuestiones. Por
ejemplo: ¿Realmente va todo tan mal? ¿Y a quiénes beneficia que lo pensemos?