domingo, 7 de abril de 2013

Gran Hermano


Ya sabemos que al analizar las intenciones de nuestro interlocutor va a ser muchas veces más interesante examinar no el discurso y los argumentos explícitos sino aquellas actitudes, gestos y palabras dichas casi sin querer, y que nos van a desvelar, al modo de los lapsus linguae y los actos fallidos freudianos, cuál es el verdadero contenido del mensaje que se transmite. Viene esto al hilo algunos gazapos que han asomado sus orejillas en las recientes visitas de inspectores de educación a nuestro instituto, enmarcadas éstas en una campaña lanzada por las autoridades para la mejora de los resultados y las calificaciones de nuestro alumnado, empeño loable aunque, como se verá, puesto en marcha con intereses subyacentes que, al parecer, no es deseable poner sobre la mesa, no vaya a ser que descubramos que el emperador está desnudo.

El primero de estos curiosos deslices lo tuvo un inspector que, durante una reunión de departamento a la que asistía, usó por dos veces la palabra clientes para referirse a los alumnos. Esta transmutación de nuestros escolares en consumidores resulta ya de por sí chocante, pues cambia por completo las reglas del juego y convierte a alumnos y familias en compradores de servicios educativos, y a los profesores en una especie de proveedores, y ya se sabe que el cliente siempre tiene razón, y los nuevos y esforzados dependientes habrán de hacer lo que sea para satisfacer a unos más o menos interesados compradores, vendedores temerosos de que se vayan a la tienda de al lado, que igual vende más barato o tienen un producto mejor envuelto.


Muy en esta línea, una inspectora que asistía a una sesión de evaluación comentó casualmente que igual no convenía al centro que se estuviese informando a determinados alumnos (en severo riesgo de abandono, con dieciséis años y sin ninguna intención de mover un dedo para conseguir el graduado en ESO) sobre la existencia de programas de cualificación profesional en otros institutos, porque eso haría que nuestras estadísticas de abandono y fracaso escolar se resintiesen. Porque, al parecer, ya es cosa hecha que en los centros educativos se trabaja en nuevas dinámicas, atentos a las estadísticas y por objetivos. Sin saber cómo, los centros educativos han aterrizado de lleno en la nueva economía, donde los alumnos son clientes a los que se les reconoce un derecho de reclamación que más se parece a un derecho de devolución del producto si no les satisface plenamente, y donde la dinámica ha de ser más la de una empresa (privada, por supuesto, porque es artículo de fe que lo privado funciona mejor) atenta a los objetivos, a los márgenes, a las estadísticas y a toda la panoplia neoliberal.

Aunque muchas de estas cuestiones ya se veían venir cuando el énfasis se puso, años atrás, en convertir al profesorado en una especie de animador, porque resulta que todo estaba cambiando y el cliente se aburría. Y empezamos utilizando el cine como recurso didáctico (o sea, poniéndoles películas), coloreando chillonamente los libros de texto (libros que ya vienen subrayados, con los resúmenes hechos, ensalivados y previamente masticados para que el alumno no tenga que esforzarse al tragarlos), y hemos terminado usando toda la parafernalia informática no porque les ayude a entender o a conocer, sino porque así la hora de clase resulta amena y, vocablo chirriante donde los haya, motivadora.

Evidentemente, todo ha cambiado, y todo cambia cada día. Y nuestros jóvenes van a vivir en un mundo absolutamente interconectado, en una sociedad en la que Internet y las herramientas informáticas van a determinar su trabajo y su ocio, y la escuela no puede mantenerse al margen. Pero, al mismo tiempo, la escuela es también el lugar para formarse en la reflexión, para que aprendan a pensar y no acepten lo que se les dice sin más, y tengan la capacidad de decidir si ese futuro es el que desean o si, por el contrario, quieren construir un mundo distinto. La escuela es y debe ser un sitio en el que aprender a pensar, aunque este pensar implique un esfuerzo, un trabajo que no casa bien con la sociedad icónica y multimedia en la que estamos de hecho inmersos.

De una parte, Umberto Eco nos ha advertido que una educación a través de la imagen ha sido siempre característica de las sociedades absolutistas y paternalistas, y que la única posibilidad de contravenir este hecho está en convertir a la imagen en una provocación para la reflexión crítica y no en una “invitación a la hipnosis”. Pero es que, además, lo icónico plantea una paradoja interesante, porque si, de una parte, lo visual resulta más motivador y atractivo porque se dirige a lo emocional, de otra produce pasividad en la audiencia (por el carácter tautológico del espectáculo, cuyos medios y fines son los mismos, como lo definió Guy Debord al decir que la sociedad del espectáculo es el imperio de la pasividad moderna) y, sobre todo, deja a un lado los aspectos racionales, que es a dónde se debe dirigir principalmente la acción educativa.

Lejos esta escuela, visual e interactiva en un contexto puramente comercial, de aquella otra en la que el profesorado se educó y a la que no quiere renunciar (por inercia antediluviana o por defender no se sabe bien qué privilegios de clase, según denuncian nuestras autoridades educativas). A poco que recordemos cómo era aquella escuela, y dejando al margen lo edulcorado de todos los recuerdos personales, nos acordaremos de profesores aburridos y de otros más amenos, de clases infames y clases memorables, de colegios infernales y otros más parecidos a lo que podría ser el cielo, pero en todos se entraba a modo de rito de paso, se iba al colegio y se dejaba atrás la casa y la familia, es decir, se cambiaba de contexto y había por tanto de usarse un lenguaje distinto, el lenguaje se convertía en una herramienta de pensamiento descontextualizado que se utilizaba no ya para referirse a casos concretos sino a nociones generales a cuyo uso el alumno se iba aventurando. Lo racional, el pensar por sí mismo, esa era la clave, el reto. Si al profesorado le cuesta renunciar a acompañar a sus alumnos en esa batalla es quizá porque ahí reside la razón de ser última de su trabajo.

Al margen de la privatización de todos los bienes públicos, y ahora al parecer le llegó el turno a la educación, también ha llegado la hora de la privatización de los propios sujetos, autistas encerrados frente a una pantalla, sea esta de cine, de televisión, pizarra digital o teléfono móvil. Si ya es bastante ridículo el papel del maestro condenado al papel de operario que enciende y apaga cachivaches, no lo es más su papel facilitador frente a los alumnos (exámenes más fáciles, menos contenidos, un trabajito para aprobar…) y de interlocutor familiar, no porque el padre venga a informarse de qué pasa con su hijo, sino porque puede venir a reclamar sobre su hijo, y ya se sabe, insisto, que el cliente siempre tiene razón. Todo para lograr una sociedad de analfabetos informatizados, como los llamaba Joseph Weizenbaum, o, como los motejaba con mucha más acritud Sánchez Ferlosio, de borriquitos con chándal.

Dado todo lo anterior, no sorprenderá el tercero de los comentarios casuales de un inspector cuando, en una reunión con los representantes del alumnado, tuvo la ocurrencia de preguntarles que “a qué profesor nominarían”. Porque si hemos pasado de una sociedad espectacular a una sociedad especular, que diría Gérard Imbert, no ha de extrañarnos que a su vez pasemos de convertir el instituto en un centro de recreo audiovisual a fabricar un reality con profesores objeto del hipervoyeurismo de un público pasivo que sólo interviene para nominar (divertido neologismo que podría usarse ya en lugar del caduco despedir) a aquellos que les aburren o que tienen la desfachatez de obligarles a trabajar.

Desde hace ya muchos años venimos oyendo decir que la educación va mal, que todo es un fracaso, que los profesores no hacen bien su trabajo, que los alumnos no están motivados, que las familias no están contentas, que existe un malestar social frente a la situación educativa, que son necesarias reformas y cambios de leyes, que nos estamos quedando atrás en nuestra carrera hacia no se sabe dónde. Todo va mal, y por tanto lo estamos cambiando todo (siempre en determinada dirección, con una filosofía privatizadora y neoliberal), pero todo sigue yendo cada vez peor. Creo que ha llegado el momento de decir que el emperador está desnudo, de dejar de repetir irreflexivamente que esto está mal, y empezar a plantearnos otras cuestiones. Por ejemplo: ¿Realmente va todo tan mal? ¿Y a quiénes beneficia que lo pensemos?