Libro inquietante (y esa palabra lo define), porque
Cartarescu no permite saber nunca qué terreno se pisa. Parece estar contando su
historia, la historia de Víctor, adolescente solitario (La soledad lleva en su seno la semilla de la locura) con dificultades
de relación social, lejano a sus compañeros tanto física como intelectualmente
(un friki que opina que no existe mayor
suplicio ni infierno más profundo que la felicidad), perseguido por
extraños fantasmas que en un viaje de
fin de curso con sus compañeros sufre, en una residencia híbrida entre el
realismo socialista y los boy scouts, algo así como un asalto sexual por parte
de Lulu, un alumno que por momentos es como un travesti que le atrae y le
repele a un tiempo. La narración se desarrolla en un enrarecido ambiente de
intensa sexualidad que todo lo impregna. Y todo se narra a un tiempo como real
y recordado desde una posición de escritor que ha triunfado como tal ante los
demás, aunque ante sí mismo no deje de ser un farsante o una especie de figurón
de escritor de éxito. Al final, en la buhardilla de la residencia, un lugar
oculto a todos y a todo, el último reducto de su memoria y de su sexualidad, le
espera la monstruosa araña que le inoculará, quizá a él, quizá a Lulu, el
veneno paralizante que permitirá convertirlo en una víctima a la que sorber
toda su vitalidad, o su esencia, o su existencia, como si el Víctor posterior a
este episodio ya no fuese más él mismo, ese adolescente. Cartarescu va más allá
del realismo mágico de Nostalgia y en
este relato, que es casi una historia de terror, se adentra en las repulsivas
profundidades de su yo más profundo, lo que probablemente hará las delicias de
los lectores deseosos de una nueva dosis de interpretación psicoanalítica.
Cartarescu recuerda al adolescente que fue, esa época terrible de la formación, de las elecciones y las decisiones,
como la llamaba Kertész (él pensaba que es mejor ser viejo). Cartarescu no
parece haberlo superado, o seguir intentando superarlo escribiendo libros (Me aferro ahora, como a una última brizna de
esperanza, a la idea de que tal vez consiga curarme a través de la escritura.
Es decir, desenmarañar, mientras me queden fuerzas, este ovillo, este manojo de
intestinos, este mandala enredado en mi cabeza. Si la escritura es, como dicen,
una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una
página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta,
sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en
ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo
mismo me vaya vaciando de veneno). No creo que Cartarescu lo consiga, que
ninguno de nosotros lo consiga, nunca.
