domingo, 1 de abril de 2018

Los topos



Torbado y Leguineche publicaron este magnífico ensayo periodístico en 1977, al calor de la muerte del dictador. Casi se podría decir que el propio libro es uno de esos topos que tuvo que esperar a la desaparición física de Franco para poder salir a las librerías, a respirar los nuevos aires, a la calle para pasearse a cuerpo. Aunque todavía era pronto para hablar de memoria histórica, porque ese es un proceso que implica liberar a la memoria de emociones, y todavía era pronto para eso. "Los topos" es un libro de entrevistas con aquellos enterrados en vida, algunos durante cinco o diez años, otros durante casi cuarenta, por el simple delito de haber apoyado la normalidad democrática antes del golpe de estado de 1936. Pero también es un libro de entrevistas con las familias de los enterrados, y sobre todo con las mujeres de aquellos topos, aquellas que tuvieron que dar la cara y mantener la farsa durante tantos años, años de miedo, de humillaciones, de vejaciones y en muchos casos de torturas, no olvidemos que eran las mujeres de los rojos, aquellas para las que Queipo de Llano proponía la violación sistemática.

Cuarenta años parece ser una medida recurrente en la historia española. Cuarenta años duró la dictadura. Cuarenta años han transcurrido desde la muerte de Franco. El nuevo mantra de la derecha española es decir que cuarenta años son muchos años, que ya a nadie importa la guerra civil, cosas de abuelos que hay que olvidar en un país de nuevos ricos (o ya no tan ricos), como hablar de la guerra de los cien años, y por tanto nuestro presidente se ufana de no haber dedicado ni un solo euro al desarrollo de dicha ley, lo cual es una poco elegante manera de admitir un fraude de ley. Porque nuestro gobierno sí dedica nuestros ricos cuartos a traer a los caídos de la división azul o a restaurar monumentos tan poco asépticos como el Valle de los caídos. Y es que se está pidiendo olvido y superación del trauma de la guerra civil a aquellos que la perdieron y, sobre todo, a aquellos que padecieron los cuarenta años del terror subsiguiente. Es así que cuando un hijo de los vencidos habla de olvidar yo acato y asiento agachando la cabeza, pero cuando uno de los herederos del régimen me habla de olvido se me viene a las mientes aquel poema de Nicolás Guillén

En fin, que todo lo recuerdo.
Y como todo lo recuerdo,
¿qué carajo me pide usted que haga?
Pero además, pregúnteles.
Estoy seguro
de que también recuerdan ellos.

Seguro que ellos recuerdan también sus días de ordeno y mando, días en los que los rojos tenían que callar y que esconderse si querían salvar la vida, días en los que no había que dar tantas explicaciones sobre cómo aprobé esa oposición, sobre cómo se construyó nuestra fortuna, sobre cómo llegamos a ser dueños de aquello que siempre nos perteneció: el himno, la bandera, el país, la patria.


Supongo que todos queremos superar aquello, olvidar y convertir en historia aquella historia tan triste (porque termina mal, decía Gil de Biedma), pero para ello era y es necesaria la aplicación de la ley de memoria histórica, que sólo pretende quitar emoción a lo ya vivido para poder avanzar, es decir, convertir la memoria en historia, historia para escolares, para los libros de texto, algo a la vez aséptico y terminado. Pero eso sólo será posible si dejamos de convivir con toda la simbología franquista que resiste en nuestro callejero, en forma de estatuas en muchas de nuestras calles, en fosas comunes tras la tapia del cementerio. Superar semejante trauma exige reparación y, sobre todo, verdad. Las guerras civiles, los daños del colonialismo y otros males similares sólo pueden ser superados a través de la reparación y de la verdad. Es por ello que releer a Torbado y Leguineche no es ejercicio de melancolía sino un paso más hacia esa reparación y esa verdad necesarias.