Decir que el cine es el arte de las emociones no es sólo una
figura retórica, se trata más bien de enunciar un principio fundacional que nos
permitirá, además, diferenciar las películas al uso de aquellas que Hitchcock
llamaba filmes puramente cinematográficos.
Todos sabemos que una mala película es aquella en la hay que soportar largas
parrafadas explicativas de los actores para poder entender qué está pasando,
qué están sintiendo o, peor aún, quién es el asesino. Verbalizar las emociones
está bien en la consulta del psicoanalista, pero resulta irritante en las
películas de Garci, por ejemplo. Y es que, además, hay muchas emociones
imposibles de verbalizar, aquellas contenidas en una mirada, en el sutil
fruncimiento de las cejas que precede a la sonrisa, en el nervioso tamborileo
de los dedos sobre la mesa. Igual que resulta imposible contar a qué sabe un
melocotón, sobre todo cuando ya los melocotones no saben a melocotón.
Todo esto viene al hilo del conocido como toque Lubitsch, esa indescriptible magia
que destilaban algunos detalles de las películas del cineasta berlinés.
Prácticamente en todas sus películas encontramos soluciones narrativas que,
apelando a la inteligencia del espectador, permiten contar y expresar mucho más
que cualquier tratado sobre las emociones humanas. En Una mujer para dos (Design for living, 1933), Gilda está enamorada
de dos hombres a la vez que, además, son buenos amigos. Incapaz de decidirse
por uno de los dos, y cansada de ser fuente de conflicto entre ambos, se
termina casando con Max Plunkett, un aburrido y patético hombre de negocios. En
su noche de bodas, antes de entrar en la alcoba, contemplan todos los ramos de
flores recibidos como regalo, y entre todos destaca una triste maceta con dos
flores, enviada por sus enamorados. Gilda, enfadada, da una patada a la maceta,
y ambos entran en la alcoba. La cámara no les sigue, censura manda. Al momento,
Gilda vuelve arrepentida y recoge la maceta y la coloca bien. Gilda vuelve a
entrar en la alcoba, la cámara espera a la puerta. Pasa la noche, llega el día
y sale el señor Plunkett, pensativo. Mira la maceta y le da una patada. Ahora
le toca al espectador…
