El hombre que ni fuma ni bebe es un cabrón
Luis Buñuel
Supongo que si Don Luis hubiese sorprendido a alguien
hurgando entre sus cartas, allá en su refugio defeño, le hubiese salido al paso
con los pistolones de su padre de la guerra de Cuba, aunque no estoy tan seguro
de que le hubiese pegado cuatro tiros, que decían que no era capaz de matar una
mosca. Pero también me imagino a Don Luis mirando por el agujerito cómo se desviste
la vecina, disfrutando sin ningún remordimiento de su situación de voyeur
irredento. La pulsión escópica, fuente de disfrute y disgusto a un tiempo,
pecado y perversión, se puede sentir y disfrutar leyendo la Correspondencia escogida de Luis Buñuel,
editada por Evans y Viejo. ¿Y qué encontramos entre esos cientos de cartas,
escritas o recibidas por nuestro hombre? En realidad, oh decepción, nada
perverso.
Si venimos de un buen conocimiento de su filmografía, de la
lectura de sus memorias y de otros ensayos y libros de conversaciones (sobre
todo, de los textos de Sánchez Vidal, Turrent y Colina, Ian Gibson, y Max Aub), esta espléndida
correspondencia no aporta grandes descubrimientos pero tiene el disfrute de la
fuente directa, de sorprender al personaje en su tránsito diario, en su día a
día como eficiente gestor de los dineros de sus productores, en sus
preocupaciones diarias (rodaré, no rodaré),
en sus pequeñas penurias y vanas miserias, aunque en general Luis Buñuel no parece
que fuese muy dado a confidencias por carta. De hecho, inicia casi todas sus misivas señalando cuán poco le gusta el género epistolar y qué pereza le produce
la obligación de contestar en sus correspondencias, aunque en muchas de ellas
se hace referencia al gran conversador que debió ser (lo dice él, lo dicen sus
amigos, todos preferían pasar un rato con él junto a una copa).
La joya a encontrar, sobre todo con la edad, conforme se va
haciendo mayor, es su sentido del humor, el gusto por el exabrupto, la jota
guarra y los latines bien usados, sus bromas sobre comprar jurados para que le
den los premios, sobre aceptar sólo los premios en metálico o en estatuillas
fundibles. Tanto es así que hay quien le manda, para congraciarse, alguna jotilla de ocasión:
San Lorenzo en la
parrilla
le decía a los judíos:
¡Dadme la vuelta,
cabrones,
Que tengo los huevos
fríos!
En realidad, las pocas polémicas aún existentes no se
solucionan leyendo su correspondencia, por ejemplo su pertenencia al partido
comunista, que sus amigos dan por hecha en su juventud pero que él pide
rectificar a una biógrafa en su vejez (la sombra de Dalí sobrevolando,
siempre). Poco importa. Su tono, con la edad, se va haciendo pesimista,
conforme las parcas y las moiras van habitando su espacio, y esa escasa
confianza en el género humano que se va instalando lleva a los curas que lo
frecuentaban (tan bien retratados en Tristana)
a suponer un arrepentimiento que supongo que había de divertirlo sobremanera
(caso muy parecido al de Brassens).
Para atacar, en fin, esta correspondencia hay que ser una
apasionado mitómano de la figura de Buñuel, pues sólo aporta una pasada más
sobre lo mismo, nada que ver con el tono lúdico y festivo de sus memorias,
aunque de vez en cuando, en cualquier carta que envía o recibe, aparece lo
entrañable, lo humano, lo afectivo. Si acaso, y esto es innegable, el deseo de
volver a ver toda y cada una de sus películas, otra vez. Para otra vez
encontrarlo en el detalle, aunque sea mínimo en sus películas alimenticias. Buñuel supo desde el principio cuál era su
profesión, y superó todas las desventuras que intentaron impedirle
desarrollarla. El arte es finalmente eso, tesón frente a lo cotidiano. Y era
aragonés…

No hay comentarios:
Publicar un comentario