viernes, 9 de noviembre de 2018

Buñueloni


El hombre que ni fuma ni bebe es un cabrón
Luis Buñuel

Supongo que si Don Luis hubiese sorprendido a alguien hurgando entre sus cartas, allá en su refugio defeño, le hubiese salido al paso con los pistolones de su padre de la guerra de Cuba, aunque no estoy tan seguro de que le hubiese pegado cuatro tiros, que decían que no era capaz de matar una mosca. Pero también me imagino a Don Luis mirando por el agujerito cómo se desviste la vecina, disfrutando sin ningún remordimiento de su situación de voyeur irredento. La pulsión escópica, fuente de disfrute y disgusto a un tiempo, pecado y perversión, se puede sentir y disfrutar leyendo la Correspondencia escogida de Luis Buñuel, editada por Evans y Viejo. ¿Y qué encontramos entre esos cientos de cartas, escritas o recibidas por nuestro hombre? En realidad, oh decepción, nada perverso.
Si venimos de un buen conocimiento de su filmografía, de la lectura de sus memorias y de otros ensayos y libros de conversaciones (sobre todo, de los textos de Sánchez Vidal, Turrent y Colina, Ian Gibson,  y Max Aub), esta espléndida correspondencia no aporta grandes descubrimientos pero tiene el disfrute de la fuente directa, de sorprender al personaje en su tránsito diario, en su día a día como eficiente gestor de los dineros de sus productores, en sus preocupaciones diarias (rodaré, no rodaré), en sus pequeñas penurias y vanas miserias, aunque en general Luis Buñuel no parece que fuese muy dado a confidencias por carta. De hecho, inicia casi todas sus misivas señalando cuán poco le gusta el género epistolar y qué pereza le produce la obligación de contestar en sus correspondencias, aunque en muchas de ellas se hace referencia al gran conversador que debió ser (lo dice él, lo dicen sus amigos, todos preferían pasar un rato con él junto a una copa).

La joya a encontrar, sobre todo con la edad, conforme se va haciendo mayor, es su sentido del humor, el gusto por el exabrupto, la jota guarra y los latines bien usados, sus bromas sobre comprar jurados para que le den los premios, sobre aceptar sólo los premios en metálico o en estatuillas fundibles. Tanto es así que hay quien le manda, para congraciarse, alguna jotilla de ocasión:
San Lorenzo en la parrilla
le decía a los judíos:
¡Dadme la vuelta, cabrones,
Que tengo los huevos fríos!
En realidad, las pocas polémicas aún existentes no se solucionan leyendo su correspondencia, por ejemplo su pertenencia al partido comunista, que sus amigos dan por hecha en su juventud pero que él pide rectificar a una biógrafa en su vejez (la sombra de Dalí sobrevolando, siempre). Poco importa. Su tono, con la edad, se va haciendo pesimista, conforme las parcas y las moiras van habitando su espacio, y esa escasa confianza en el género humano que se va instalando lleva a los curas que lo frecuentaban (tan bien retratados en Tristana) a suponer un arrepentimiento que supongo que había de divertirlo sobremanera (caso muy parecido al de Brassens).
Para atacar, en fin, esta correspondencia hay que ser una apasionado mitómano de la figura de Buñuel, pues sólo aporta una pasada más sobre lo mismo, nada que ver con el tono lúdico y festivo de sus memorias, aunque de vez en cuando, en cualquier carta que envía o recibe, aparece lo entrañable, lo humano, lo afectivo. Si acaso, y esto es innegable, el deseo de volver a ver toda y cada una de sus películas, otra vez. Para otra vez encontrarlo en el detalle, aunque sea mínimo en sus películas alimenticias. Buñuel supo desde el principio cuál era su profesión, y superó todas las desventuras que intentaron impedirle desarrollarla. El arte es finalmente eso, tesón frente a lo cotidiano. Y era aragonés…

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