Lectura consecutiva de dos textos de Genet, primero un opúsculo denominado “El niño criminal”, después una especie de memorias irremediablemente tituladas “Diario del ladrón”, aunque da igual, en Genet no hay invención aunque sí literatura, en Genet hay una idea fija que se repite, da igual que nos hable de los panteras negras, de los fedayyin o de sí mismo, Genet vuelve una y otra vez, tozudamente, a buscar el envés del delincuente, del maricón, del terrorista, de todo aquel que la sociedad rechaza, mostrándonos, a su vez, que la dirección del rechazo no es unívoca, y que en el proscrito no existe arrepentimiento o ni tan siquiera sensación de culpa, no hay atenuantes, o, mejor dicho, no se aceptan los atenuantes, y puesto que se es dueño de los propios actos, existe en el castigo una confirmación de la propia existencia tal y cual se ha decido, y por tanto se exige que el castigo sea riguroso. El ladrón, el maricón, el terrorista, esos son los verdaderos hombres, los que cargan con su existencia sin ambages, sin excusas, dueños de su propio destino. Por eso Genet habla constantemente de iluminación, por eso se siente tan cercano a Santa Teresa y a San Juan, por eso sus descripciones de chaperos y criminales recuerdan tanto esos cuadros luminosos de Murillo. Su poética de los penales franceses desvela un rigor moral y una severidad que lo alejan definitivamente del mundillo literario, alzándolo a la altura de locos y santos. En casa tengo una foto muy conocida de Genet, en la que mira a la cámara con una mezcla de chulería y miedo. Tiene las manos en los bolsillos, y cuando miro la foto me gusta imaginar que, mientras se la hacían, se la estaba distraídamente tocando.

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