Igual que no se elige al propio padre o el lugar de nacimiento, uno
tampoco puede elegir cuáles fueron sus primeras lecturas, que son como nuestros
padres literarios, una especie de patria retórica desde la que partimos un día
a conocer el proceloso mundo de los libros. En mi caso, todo empezó a
raíz de una larga convalecencia a los nueve años, en la que el aburrimiento de
días y días mirando el techo, repasando aquellas historias ilustradas de
Bruguera (Colección historias selección,
y también los Clásicos literarios
juveniles), me llevaron a mi primera lectura de libros no ilustrados, Papillon de Henri Charrière, un libro de
aventuras grueso y sin ilustraciones con el que descubrí que mientras mi cuerpo
permanecía postrado en la cama yo en realidad estaba en la Guayana Francesa
sufriendo penalidades. Una vez introducido el veneno, ya no pude parar, ya no
he podido parar. En casa, alabada sea la democracia cristiana, había bastantes
libros, muchos de ellos publicados por Cuadernos
para el diálogo, otros de las colecciones divulgativas de Salvat.
Curiosamente, los dos libros que más me marcaron de aquella época, o al menos
de los que tengo un recuerdo más vívido, son dos textos que supongo hijos del
esfuerzo de aquellos años por recuperar algo del tiempo perdido bajo el
franquismo: Las crónicas del Sochantre
de Cunqueiro y Un viaje
frustrado/Contrabando, dos novelas cortas de Pla. Yo no pude elegir estos
padres, simplemente estaban a mi mano aquellos días de enfermedad, y ahora no
puedo evitar un cierto estremecimiento ante el galleguizado paisaje bretón
ideado por Cunqueiro, la agitación que en mí produce el olor de fabulosos
guisos de pescadores o la sonoridad de lugares como Palafrugell o L’Escala. Después,
como se suele decir, una cosa lleva a la otra, y desde siempre esa ha sido mi
manera de leer o de elegir las lecturas, un deambular de referencia a
referencia, si Cunqueiro cita a Villon allá que voy ya enamorado a recorrer
poemas medievales, si alguien cita a Pla
con arrobamiento pongo entonces oídos al resto de sus recomendaciones. Tanto
peso tiene a veces este mi mundo imaginario que he dejado alguna vez de tratar
a quien hizo algún comentario hiriente hacia mis vacas sagradas, como si
hubiesen hablado mal de mi madre, aunque en general tolero y entiendo bien todos los
apasionamientos, a favor y en contra de esta o aquella literatura. Lo que no
soporto es el jupiterismo mezquino (Dostoyevski)
de crítico o profesor literario, aquel que lo ha leído todo porque ha tenido
que leerlo todo, que a todos conoce y sobre todos tiene una opinión fruto de
años de estudio bien dirigido, bien encauzado, bien asesorado sobre el qué leer
y sobre cuál es la tendencia, los que están en el ajo de estos duelos y
quebrantos literarios. Conocí a un personaje que cuando en una conversación se
citaba a cualquier escritor, él rápidamente interrumpía para añadir una
coletilla del tipo “siglo XVII, gongorino, un autor menor” o “norteamericano,
amigo de Jane Bowles, sólo publicó cuentos”: Tenía el hombre buena memoria,
pero era un perfecto imbécil.
domingo, 16 de diciembre de 2012
sábado, 15 de diciembre de 2012
Marketing
Los estudios de intención de voto y de otras mercaderías de
consumo siguen funcionando como si nada hubiese pasado y siguiésemos viviendo
en el mundo disney de antes de la crisis, y un día nos anuncian el pronto
vuelco de sillas y sillones para a continuación avisarnos con grandes alharacas
que nada pasa y los que están están y los que no están no están ni se les
espera. Parece que hemos llegado a un nuevo estadio en el progreso de esa
ciencia tan poco fotogénica como es el marketing político: la era de la
inanidad. Lejanos aquellos tiempos de líderes y caudillos levantando la voz
sobre los demás y golpeando la mesa para dejar bien a las claras quién es el
que manda, ahora nuestros grandes timoneles tienen un aire como de tristes
funcionarios, hombres del partido que han ganado su plaza como el que gana unas
oposiciones en Murcia, a la tercera y sin haberle prestado a nadie sus apuntes.
La política cainita del interior de esas cavernas ha dejado a nuestros cabezas
de cartel un aire apagado y un toque cetrino, una mirada como un poco perdida,
sabiendo que lo que ellos perdieron por el camino se lo van a hacer pagar a los
demás, primero a sus compañeros de partido, después a sus colegas de reparto en
las diversas tartas institucionales, finalmente al resto del populacho,
culpables últimos de todos sus males. Pasados ya los tiempos de González, tan
convencido de su mismidad que amenazaba con irse si le tocaban los principios
programáticos, o esos otros tiempos más bravos en los que Aznar gobernaba con
los pies en la mesa y la masculinidad a la vista de quien quisiera mirar. El
triunfo de Rajoy, por contra, ha sido la victoria callada e inevitable del que
espera paciente el descalabro en las urnas de un Zapatero que ya había
conseguido descalabrarse él solito en las calles ultraliberales de la
germanizada Europa. Todo un ejemplo para Rubalcaba, que ha abrazado no sólo los
principios ideológicos de la derecha, sino también su estilo en mercadotecnia,
conocido como calladito y que sea el otro el que se retrate. Y, en una última
pirueta, en estos últimos meses hasta Rajoy imita a Rajoy, y se ha convertido
en un presidente callado que manda a sus ministros y bufones al desolladero
público mientras él espera para que toda la mierda que se está repartiendo no
lo manche demasiado. Puestas así las cosas, oscuro y tenebroso se presenta el
reinado de Witiza: o los cachorros del 15M aceleran su curso de
aprendizaje político, o no nos van a faltar salvapatrias dispuestos
a devorar los ya magros restos de esta cosa a la que llamamos país.
miércoles, 1 de febrero de 2012
De Castoriadis a Flaubert
El punto de partida es un artículo de Castoriadis publicado originalmente en 1998 y titulado “Individuos autónomos para una sociedad autónoma”. En él define como autónomo a aquel que se da su propia ley, es decir, el que no acepta autoridad alguna y todo lo cuestiona, inclusive su propio pensamiento anterior. Este concepto lo extiende precisando que la autonomía en política consistiría en no considerar indiscutibles las instituciones, los puntos de partida sociales. Este asunto lo ejemplifica al hablar de las bondades de la democracia griega y de las revoluciones modernas, recordando que todas las antiguas leyes griegas iban encabezadas por edoxe te boule kai to demo (le ha parecido bien –no “está bien”, eso sería elevar a divinidad una decisión humana- al consejo y al pueblo), y que en la original declaración francesa de los derechos del hombre se decía que la soberanía pertenece al pueblo, que la ejerce directamente o a través de sus representantes (ese directamente nos resulta cuanto menos sorprendentemente “moderno” en la actualidad). Y concluye que una sociedad autónoma sólo puede estar formada por individuos autónomos, es decir libres (no sólo formalmente), es decir con posibilidad efectiva (subrayado) de participar en la discusión. El modo de lograr esa libertad, dado que es imposible psicoanalizar a todos los individuos (!), quizá pueda encontrarse en la educación, aunque Castoriadis es poco optimista. De hecho, afirma que vivimos en una sociedad de individuos privatizados en lo personal (volcados hacia sí, individualistas, conformistas) y cínicos en lo político (fruto de la decepción, votando de un modo útil, etcétera).
Tras ese artículo, otro de 1987 llamado “La época del conformismo generalizado”, en el que, para reflexionar sobre la división historiográfica en periodos históricos, toma del psicoanálisis la idea de que la mejor manera de hacer frente a la subjetividad es explicitarla, explicitar los presupuestos desde los que se propone una nueva división. Una vez enunciados sus etapas (emergencia de occidente, siglo XIII; modernidad, siglo XVIII; retirada al conformismo, 1960), y hablando del dominio de lo “racional” y de la “racionalización” capitalista (por oposición o tensión con la autonomía individual y social), hace una referencia a la tendencia (nefasta e inevitable) del pensamiento a las certidumbres exhaustivas y a los proyectos exhaustivos (en el marco del imaginario del progreso material y técnico), y esta referencia me lleva directamente a Bouvard y Pécuchet.
En la obra inacabada de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, dos oficinistas de inicios del XIX, una especie de Laurel y Hardy agraciados por una herencia y empeñados en “agotar el campo de lo posible”, se retiran al agro en busca de una vida más auténtica de la que, desengañados y empobrecidos, saltan al ámbito del conocimiento en sus múltiples vertientes. En una de sus muchas incursiones (en este caso sobre historia del arte, aunque les sucede lo mismo en los demás temas) buscan claridad en el conocimiento, pero cuanto más se informan más confusos están, y esta falta de certidumbre les contraria terriblemente. En otro momento de la novela se dice que el deseo de terminar con la incertidumbre les hace desear que ya no se hicieran más descubrimientos, o que existiese un canon que prescribiese lo que había de ser creído y lo que no. Otro ejemplo de su deseo de certidumbre, éste más bufo y extremo, es la conversión al cristianismo de Pécuchet, anteriormente denostado por impiedad por sus vecinos; pero, siempre tan veraz en sus planteamientos vitales, Pécuchet canta salmos todo el día, discute sobre el dogma con el cura del pueblo e intenta convertir a todo el mundo a su rigorismo, y entonces todos lo acusan de “ir demasiado lejos”.
Ahí volvemos a Castoriadis, cuando habla de la época moderna como una retirada al conformismo en la que el proyecto de autonomía se eclipsa. Incluso afirma que la evanescencia del conflicto social y político en la esfera de lo real tiene su contrapartida en el campo intelectual y artístico con la desaparición del pensamiento crítico (que para él es un verdadero trabajo de creación). Y uno se acuerda de Bouvard y Pécuchet cuando, desengañados de todo y de todos, se construyen un pupitre para dos, compran lápices y útiles de escritorio y vuelven, de nuevo, a su labor de copistas.
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