domingo, 16 de diciembre de 2012

Primeros pasos

Igual que no se elige al propio padre o el lugar de nacimiento, uno tampoco puede elegir cuáles fueron sus primeras lecturas, que son como nuestros padres literarios, una especie de patria retórica desde la que partimos un día a conocer el proceloso mundo de los libros. En mi caso, todo empezó a raíz de una larga convalecencia a los nueve años, en la que el aburrimiento de días y días mirando el techo, repasando aquellas historias ilustradas de Bruguera (Colección historias selección, y también los Clásicos literarios juveniles), me llevaron a mi primera lectura de libros no ilustrados, Papillon de Henri Charrière, un libro de aventuras grueso y sin ilustraciones con el que descubrí que mientras mi cuerpo permanecía postrado en la cama yo en realidad estaba en la Guayana Francesa sufriendo penalidades. Una vez introducido el veneno, ya no pude parar, ya no he podido parar. En casa, alabada sea la democracia cristiana, había bastantes libros, muchos de ellos publicados por Cuadernos para el diálogo, otros de las colecciones divulgativas de Salvat. Curiosamente, los dos libros que más me marcaron de aquella época, o al menos de los que tengo un recuerdo más vívido, son dos textos que supongo hijos del esfuerzo de aquellos años por recuperar algo del tiempo perdido bajo el franquismo: Las crónicas del Sochantre de Cunqueiro y Un viaje frustrado/Contrabando, dos novelas cortas de Pla. Yo no pude elegir estos padres, simplemente estaban a mi mano aquellos días de enfermedad, y ahora no puedo evitar un cierto estremecimiento ante el galleguizado paisaje bretón ideado por Cunqueiro, la agitación que en mí produce el olor de fabulosos guisos de pescadores o la sonoridad de lugares como Palafrugell o L’Escala. Después, como se suele decir, una cosa lleva a la otra, y desde siempre esa ha sido mi manera de leer o de elegir las lecturas, un deambular de referencia a referencia, si Cunqueiro cita a Villon allá que voy ya enamorado a recorrer poemas medievales, si  alguien cita a Pla con arrobamiento pongo entonces oídos al resto de sus recomendaciones. Tanto peso tiene a veces este mi mundo imaginario que he dejado alguna vez de tratar a quien hizo algún comentario hiriente hacia mis vacas sagradas, como si hubiesen hablado mal de mi madre, aunque en general tolero y entiendo bien todos los apasionamientos, a favor y en contra de esta o aquella literatura. Lo que no soporto es el jupiterismo mezquino (Dostoyevski) de crítico o profesor literario, aquel que lo ha leído todo porque ha tenido que leerlo todo, que a todos conoce y sobre todos tiene una opinión fruto de años de estudio bien dirigido, bien encauzado, bien asesorado sobre el qué leer y sobre cuál es la tendencia, los que están en el ajo de estos duelos y quebrantos literarios. Conocí a un personaje que cuando en una conversación se citaba a cualquier escritor, él rápidamente interrumpía para añadir una coletilla del tipo “siglo XVII, gongorino, un autor menor” o “norteamericano, amigo de Jane Bowles, sólo publicó cuentos”: Tenía el hombre buena memoria, pero era un perfecto imbécil.

                     
                      

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