domingo, 28 de octubre de 2018

Caminos en psicoterapia

La búsqueda de un enfoque íntimamente satisfactorio desde el que trabajar en psicología no suele ser un dulce camino, ni dulces sus frutos. Y si se trata ya de la psicoterapia, las heridas pueden ser aún mayores y más sangrantes, como así se describe en Elementos en terapia operativa psicoanalítica de Antonio Sánchez Casado (et al.). El texto, servido a modo de manual, es una descripción, a veces general, a veces extremadamente detallada, de cuál ha sido el camino seguido por el autor y sus pares para encontrar una manera de trabajar útil para el paciente y sincera para los terapeutas y sus puntos de amarre personales y profesionales, con una especial consideración, como el título indica, hacia las perspectivas grupales y psicoanalíticas. Es, además, un texto bien escrito (algo no tan común en la literatura técnica) que puede utilizarse como brújula para una formación en psicoterapia desde planteamientos de grupo.


El punto de partida es el desaliento frente a una psicoterapia institucionalizada, centrada no en el paciente como ser social sino en su enfermedad, entendida ésta (desde el modelo médico al uso) como una especie de tumor que dificulta o imposibilita el funcionamiento normal de esa máquina-persona, y del que podrá ser liberado (extraído) usando alguno de los cuatro fármacos de rigor y unas cuantas sesiones de bienintencionados consejos. Entonces, frente a todo eso, empieza el camino. Un camino que siempre va bordeando, en los límites entre la ñoñería academicista y el aroma a incienso y estafa de los gurúes orientalizados. Bordeando entre la imposibilidad de un cientifismo a ultranza y la insensatez infantilizante del todo vale.
El punto de llegada está en una cafetería de Madrid, en la anécdota sobre el conferenciante que empieza con Winnicott y Bleger y termina con la orgona y el aura. Ahí sólo cabe la risa, o más bien el despertar de un menospreciado sentido del ridículo que, en circunstancias tales, habría de ser llamado sentido de realidad.
No todo vale. Antonio Sánchez Casado describe un camino arduo en el que se ha ido definiendo un modelo de abordaje que podremos creer más o menos útil, más o menos científico, pero al que no podemos negar el valor de la estricta sinceridad.

lunes, 22 de octubre de 2018

Grafómano


La rosa de Alejandría la publica Manuel Vázquez Montalbán en 1984, y le podría servir de respuesta a aquél que se preguntase cómo era vivir en este país en esos años. Porque ésta y otras novelas de la serie Carvalho le toman el pulso a la realidad utilizando la coartada de la serie negra. De las novelas policíacas de Vázquez Montalbán se suele decir que están escritas un poco a vuelapluma, sin el cuidado que puso en otras obras más virtuosas, pero es que no hay que olvidar que nuestro hombre no dejaba de ser un grafómano sin cura, e igual te presentaba un sesudo ensayo sobre las figuras del momento, que colaboraba con prensa de mayor o menor alcurnia, que te despachaba la gran novela barcelonesa (por ejemplo, El pianista) o te participaba en reflexivos debates de televisión en los que intentaba trasladar al vulgo las reglas del materialismo dialéctico aplicadas a la predicción del resultado del próximo Madrid-Barça. Infatigable.

Así, esta novela es un fresco de su tiempo que en sus detalles más pedestres (que si ETA, que si el PSOE, que si Luis del Olmo o el Casino de Albacete) sólo entenderán los que vivían en ese entonces. Pero tampoco hay que dejarse confundir, Vázquez Montalbán es un gran escritor, y engastadas en una novelita de tres al cuarto encontramos joyas como esas descripciones del Levante o de Albacete, anticipando un mundo que se acaba a golpe de desarrollismo y de turistas ingleses, o el pulso que le toma a unas Ramblas que todavía lo eran y a ese mundo canalla mezcla de puterío barcelonés y despojos de la división azul, todo en promiscuidad y todo terminando en lo que se ha dado en llamar el basurero de la historia. Eso sí es memoria histórica.
En cuanto a la trama en sí, mal de amores y malos asesinatos a los que Carvalho asiste sin demasiado interés, planteándose a veces si intervenir para salvar a los que él considera inocentes, aunque deteniéndose siempre antes de hacerlo, no sea que se fuese a llevar una bofetada que no le correspondía. No se trata de cobardía, es más bien la lucidez del para qué, de lo inacabado, del no importa. Carvalho se refugia en esa venta de la que le han hablado, donde los guisos tienen la consistencia que otorga la sabiduría de generaciones, y se consuela echándose al coleto una botella de esos vinillos de la tierra que empiezan a ser cuidados. Y Vázquez Montalbán ya anda en otra cosa.

domingo, 14 de octubre de 2018

La ciudad


Existe una ciudad en la Argentina, en la provincia del mismo nombre, en el centro-este del país, al norte de Buenos Aires, junto al río Paraná, y que no debe ser nombrada bajo ningún concepto. La ciudad ha ido generando, entre los años sesenta y noventa del pasado siglo, una serie de personajes que se cruzan y entrecruzan en un azar de historias que vuelven a ser evocadas, una y otra vez, por tales fantasmas. Sus nombres no importan demasiado, pues aunque algunos se corresponden con los verdaderos, otros son apodos casi infantiles, e incluso de algunos no sabemos si se trata de su nombre o de su apodo. Por esta ciudad que vive al costado del río transitan Carlos Tomatis, Ángel Leto y el matemático (paseando durante veintiuna cuadras), Willie Gutiérrez, Pichón Garay (este desde París mayormente), Washington Noriega, el Gato (y Elisa), Barco, Nula, rodeados de una multitud de otros no menos importantes, como el juez, o el taxista impasible, o algunas mujeres que van y vienen, casadas o separadas de ellos. Pero no hay que confundirse, los personajes son transitorios, la ciudad permanente, como queda claro con la historia del entenado o cuando se narra el episodio de los positivistas en la ocasión. Y la ciudad vive sus personajes, sus historias de peronismo y dictadura, de indios colastinés y emigrados que vuelven sin saber muy bien por qué ni para qué. La ciudad puede conocerse entrando desde Rosario en autobús, atravesando primero sus arrabales y Santo Tomé, o viniendo desde Paraná y atravesando el puente, o sencillamente subiendo o bajando por la costanera en un día lluvioso. Desde esta perspectiva, lo mejor es el capítulo abril, mayo de cicatrices. Aunque hay quien preferirá las caminatas depresivas de Tomatis, o las idas y venidas de Leto a los tribunales, pero, al final, todos estos personajes se irán diluyendo y sólo quedará la ciudad, innombrable, y la memoria de Juan José Saer, inacabado.