Existe una ciudad en la Argentina, en la provincia del mismo
nombre, en el centro-este del país, al norte de Buenos Aires, junto al río
Paraná, y que no debe ser nombrada bajo ningún concepto. La ciudad ha ido
generando, entre los años sesenta y noventa del pasado siglo, una serie de
personajes que se cruzan y entrecruzan en un azar de historias que vuelven a
ser evocadas, una y otra vez, por tales fantasmas. Sus nombres no
importan demasiado, pues aunque algunos se corresponden con los verdaderos,
otros son apodos casi infantiles, e incluso de algunos no sabemos si se trata
de su nombre o de su apodo. Por esta ciudad que vive al costado del río
transitan Carlos Tomatis, Ángel Leto y el matemático (paseando durante
veintiuna cuadras), Willie Gutiérrez, Pichón Garay (este desde París mayormente),
Washington Noriega, el Gato (y Elisa), Barco, Nula, rodeados de una multitud de
otros no menos importantes, como el juez, o el taxista impasible, o
algunas mujeres que van y vienen, casadas o separadas de ellos. Pero no hay que
confundirse, los personajes son transitorios, la ciudad permanente, como queda
claro con la historia del entenado o cuando se narra el episodio de los
positivistas en la ocasión. Y la ciudad vive sus personajes, sus historias de
peronismo y dictadura, de indios colastinés y emigrados que vuelven sin saber
muy bien por qué ni para qué. La ciudad puede conocerse entrando desde Rosario
en autobús, atravesando primero sus arrabales y Santo Tomé, o viniendo desde
Paraná y atravesando el puente, o sencillamente subiendo o bajando por la
costanera en un día lluvioso. Desde esta perspectiva, lo mejor es el capítulo
abril, mayo de cicatrices. Aunque hay quien preferirá las caminatas depresivas
de Tomatis, o las idas y venidas de Leto a los tribunales, pero, al final,
todos estos personajes se irán diluyendo y sólo quedará la ciudad, innombrable,
y la memoria de Juan José Saer, inacabado.

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