lunes, 22 de octubre de 2018

Grafómano


La rosa de Alejandría la publica Manuel Vázquez Montalbán en 1984, y le podría servir de respuesta a aquél que se preguntase cómo era vivir en este país en esos años. Porque ésta y otras novelas de la serie Carvalho le toman el pulso a la realidad utilizando la coartada de la serie negra. De las novelas policíacas de Vázquez Montalbán se suele decir que están escritas un poco a vuelapluma, sin el cuidado que puso en otras obras más virtuosas, pero es que no hay que olvidar que nuestro hombre no dejaba de ser un grafómano sin cura, e igual te presentaba un sesudo ensayo sobre las figuras del momento, que colaboraba con prensa de mayor o menor alcurnia, que te despachaba la gran novela barcelonesa (por ejemplo, El pianista) o te participaba en reflexivos debates de televisión en los que intentaba trasladar al vulgo las reglas del materialismo dialéctico aplicadas a la predicción del resultado del próximo Madrid-Barça. Infatigable.

Así, esta novela es un fresco de su tiempo que en sus detalles más pedestres (que si ETA, que si el PSOE, que si Luis del Olmo o el Casino de Albacete) sólo entenderán los que vivían en ese entonces. Pero tampoco hay que dejarse confundir, Vázquez Montalbán es un gran escritor, y engastadas en una novelita de tres al cuarto encontramos joyas como esas descripciones del Levante o de Albacete, anticipando un mundo que se acaba a golpe de desarrollismo y de turistas ingleses, o el pulso que le toma a unas Ramblas que todavía lo eran y a ese mundo canalla mezcla de puterío barcelonés y despojos de la división azul, todo en promiscuidad y todo terminando en lo que se ha dado en llamar el basurero de la historia. Eso sí es memoria histórica.
En cuanto a la trama en sí, mal de amores y malos asesinatos a los que Carvalho asiste sin demasiado interés, planteándose a veces si intervenir para salvar a los que él considera inocentes, aunque deteniéndose siempre antes de hacerlo, no sea que se fuese a llevar una bofetada que no le correspondía. No se trata de cobardía, es más bien la lucidez del para qué, de lo inacabado, del no importa. Carvalho se refugia en esa venta de la que le han hablado, donde los guisos tienen la consistencia que otorga la sabiduría de generaciones, y se consuela echándose al coleto una botella de esos vinillos de la tierra que empiezan a ser cuidados. Y Vázquez Montalbán ya anda en otra cosa.

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