sábado, 17 de noviembre de 2018

Versiones de una realidad


Una lectura superficial de las películas de Bergman podría hacernos pensar que está en las antípodas del cine que hacía Luis Buñuel, y que caracteres tan diferentes poco tendrían que decirse si se produjese un encuentro que, entiendo, nunca tuvo lugar. Sin embargo, existen declaraciones de Buñuel en las que afirma sentir verdadera simpatía y admiración por Bergman, y cuando la Filmoteca Sueca organizó un encuentro entre ambos (1974, con la presencia también de Fellini) Bergman dijo que tenía un interés personal en esta conferencia que nunca fue. Este afecto y respeto que se profesaban ambos en la distancia se entiende mejor volviendo a ver Fresas salvajes (1957), la increíblemente hermosa y compleja película de Bergman. Recordemos, es la historia del viaje de Isak Borg (Victor Sjöström), un viejo médico sueco, con su nuera y unos jóvenes autoestopistas, desde Estocolmo hasta Lund, para recibir su doctorado honoris causa. La figura central del profesor lo es en todos los aspectos, y resultan de interés los comentarios de Bergman en sus memorias (Linterna mágica) sobre el rodaje, sobre la personalidad extraordinaria de Sjöstrom, que recordemos que no sólo era actor sino que también había sido uno de los grandes directores de la época del cine mudo, y sobre el respeto y la casi devoción que Bergman le profesa. Cuenta en sus memorias que alguna de las escenas centrales de la película en realidad las había tomado casi del natural:

Yo filmé, sin ser visto y para uso privado, a Bibi Andersson con un vestido fin de siglo ligeramente escotado, sentada en un prado dándole a Victor fresillas silvestres a la boca. El trata de mordisquearle los dedos y ambos se ríen, la joven mujer se siente patentemente halagada, el viejo león ostensiblemente embelesado.


Pero Fresas salvajes no es sólo esto. Bergman explora con lucidez los miedos sobre la propia valía y sobre los demás, las tinieblas familiares, el infierno del otro, qué significa ser padre, qué es ser hijo, la soledad, la cercanía de la muerte, todo lo que es finalmente ser persona. La sonrisa final del personaje confunde a muchos que entienden que es su película más optimista (sobre todo a los católicos, curiosamente), cuando en realidad el rictus de Sjöstrom es más bien amargo y malhumorado durante su periplo.

Volviendo al tratamiento de la realidad, existen, al inicio del film, elementos claramente surrealistas y buñuelianos en Fresas salvajes, sobre todo en el angustioso sueño inicial del profesor, rodado con una luminosidad excesiva, con continuas referencias a la muerte y al paso del tiempo (esos dalinianos relojes sin manecillas…). Sin embargo, resulta más interesante la manera en la que Bergman aborda la filmación del recuerdo: en las escenas iniciales, cuando se queda solo frente a casa de su infancia, al principio el observa a su familia desde lejos, tal y como eran; después entra en la casa y observa la divertida escena del desayuno, se mueve entre los personajes sin que estos puedan verlo a él; por último, interactúa con su prima y con los demás personajes, aunque siempre manteniendo su apariencia actual de anciano. En esta fluctuación del recuerdo, vamos perdiendo gradualmente la seguridad sobré qué es realidad y qué recuerdo, como sucede, de un modo más directo y masivo, en las películas de Buñuel. Una vez superada su fase inicial poético-surrealista en Francia, en las películas mexicanas introduce de vez en cuando elementos oníricos, y cuando ya vuelve a Francia en su vejez para rodar con mayor libertad empieza a experimentar con la capacidad de su público para soportar la incertidumbre sobre qué es realidad, qué es recuerdo, qué es imaginación, qué ha pasado y qué no ha pasado, experimentación que con Belle de jour da un salto significativo, pues ahí la incertidumbre al final ya es total (a Buñuel le divertía terriblemente este juego de espejos y, sobre todo, las interpretaciones sesudas de los críticos). Una vez atravesado determinado límite, Buñuel continúa explorando en estos márgenes (véase El fantasma de la libertad, donde ya trabaja con muy pocas concesiones hacia la verosimilitud). 

Entiendo que ambos, Bergman y Buñuel, se profesaron simpatía y admiración en la distancia porque ambos, cada uno a su manera, intentaron seguir la máxima de Píndaro:

Oh, mi alma, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible.

viernes, 16 de noviembre de 2018

La desolación de Chirbes

La buena letra podría ser otra novela sobre nuestra guerra, sobre las consecuencias morales entre los perdedores, de cómo las familias en guerra se rompen, de cómo las familias en guerra se convierten en asidero aunque no sean tales, un libro sobre las fidelidades familiares. Entonces es, podría ser, más un libro sobre la familia que sobre la guerra, o un libro sobre la familia en las condiciones de posguerra, pero también un libro sobre la situación de la mujer en tales circunstancias, o sobre cómo todo se torna extraño, ajeno, cuando se crece en tal entorno, donde eso se entiende que es lo normal, la guerra, el hambre, la miseria. La buena letra es un libro pesimista porque Chirbes es un pesimista, y está visto que en este país los pesimistas tienen siempre, al final, la razón. Pues Chirbes casi siempre nos está hablando del final:

Uno acumula saber como las urracas, oye miles de discos, lee libro tras libro, ve cientos de programas de televisión, hojea millones de revistas a lo largo de la vida, piensa, se informa, y luego se muere, y seguramente, si le queda un hilo de lucidez, piensa también en todo el tiempo que ha perdido. Y en que seguramente ese tiempo perdido es lo que ha ganado.



viernes, 9 de noviembre de 2018

Buñueloni


El hombre que ni fuma ni bebe es un cabrón
Luis Buñuel

Supongo que si Don Luis hubiese sorprendido a alguien hurgando entre sus cartas, allá en su refugio defeño, le hubiese salido al paso con los pistolones de su padre de la guerra de Cuba, aunque no estoy tan seguro de que le hubiese pegado cuatro tiros, que decían que no era capaz de matar una mosca. Pero también me imagino a Don Luis mirando por el agujerito cómo se desviste la vecina, disfrutando sin ningún remordimiento de su situación de voyeur irredento. La pulsión escópica, fuente de disfrute y disgusto a un tiempo, pecado y perversión, se puede sentir y disfrutar leyendo la Correspondencia escogida de Luis Buñuel, editada por Evans y Viejo. ¿Y qué encontramos entre esos cientos de cartas, escritas o recibidas por nuestro hombre? En realidad, oh decepción, nada perverso.
Si venimos de un buen conocimiento de su filmografía, de la lectura de sus memorias y de otros ensayos y libros de conversaciones (sobre todo, de los textos de Sánchez Vidal, Turrent y Colina, Ian Gibson,  y Max Aub), esta espléndida correspondencia no aporta grandes descubrimientos pero tiene el disfrute de la fuente directa, de sorprender al personaje en su tránsito diario, en su día a día como eficiente gestor de los dineros de sus productores, en sus preocupaciones diarias (rodaré, no rodaré), en sus pequeñas penurias y vanas miserias, aunque en general Luis Buñuel no parece que fuese muy dado a confidencias por carta. De hecho, inicia casi todas sus misivas señalando cuán poco le gusta el género epistolar y qué pereza le produce la obligación de contestar en sus correspondencias, aunque en muchas de ellas se hace referencia al gran conversador que debió ser (lo dice él, lo dicen sus amigos, todos preferían pasar un rato con él junto a una copa).

La joya a encontrar, sobre todo con la edad, conforme se va haciendo mayor, es su sentido del humor, el gusto por el exabrupto, la jota guarra y los latines bien usados, sus bromas sobre comprar jurados para que le den los premios, sobre aceptar sólo los premios en metálico o en estatuillas fundibles. Tanto es así que hay quien le manda, para congraciarse, alguna jotilla de ocasión:
San Lorenzo en la parrilla
le decía a los judíos:
¡Dadme la vuelta, cabrones,
Que tengo los huevos fríos!
En realidad, las pocas polémicas aún existentes no se solucionan leyendo su correspondencia, por ejemplo su pertenencia al partido comunista, que sus amigos dan por hecha en su juventud pero que él pide rectificar a una biógrafa en su vejez (la sombra de Dalí sobrevolando, siempre). Poco importa. Su tono, con la edad, se va haciendo pesimista, conforme las parcas y las moiras van habitando su espacio, y esa escasa confianza en el género humano que se va instalando lleva a los curas que lo frecuentaban (tan bien retratados en Tristana) a suponer un arrepentimiento que supongo que había de divertirlo sobremanera (caso muy parecido al de Brassens).
Para atacar, en fin, esta correspondencia hay que ser una apasionado mitómano de la figura de Buñuel, pues sólo aporta una pasada más sobre lo mismo, nada que ver con el tono lúdico y festivo de sus memorias, aunque de vez en cuando, en cualquier carta que envía o recibe, aparece lo entrañable, lo humano, lo afectivo. Si acaso, y esto es innegable, el deseo de volver a ver toda y cada una de sus películas, otra vez. Para otra vez encontrarlo en el detalle, aunque sea mínimo en sus películas alimenticias. Buñuel supo desde el principio cuál era su profesión, y superó todas las desventuras que intentaron impedirle desarrollarla. El arte es finalmente eso, tesón frente a lo cotidiano. Y era aragonés…

domingo, 28 de octubre de 2018

Caminos en psicoterapia

La búsqueda de un enfoque íntimamente satisfactorio desde el que trabajar en psicología no suele ser un dulce camino, ni dulces sus frutos. Y si se trata ya de la psicoterapia, las heridas pueden ser aún mayores y más sangrantes, como así se describe en Elementos en terapia operativa psicoanalítica de Antonio Sánchez Casado (et al.). El texto, servido a modo de manual, es una descripción, a veces general, a veces extremadamente detallada, de cuál ha sido el camino seguido por el autor y sus pares para encontrar una manera de trabajar útil para el paciente y sincera para los terapeutas y sus puntos de amarre personales y profesionales, con una especial consideración, como el título indica, hacia las perspectivas grupales y psicoanalíticas. Es, además, un texto bien escrito (algo no tan común en la literatura técnica) que puede utilizarse como brújula para una formación en psicoterapia desde planteamientos de grupo.


El punto de partida es el desaliento frente a una psicoterapia institucionalizada, centrada no en el paciente como ser social sino en su enfermedad, entendida ésta (desde el modelo médico al uso) como una especie de tumor que dificulta o imposibilita el funcionamiento normal de esa máquina-persona, y del que podrá ser liberado (extraído) usando alguno de los cuatro fármacos de rigor y unas cuantas sesiones de bienintencionados consejos. Entonces, frente a todo eso, empieza el camino. Un camino que siempre va bordeando, en los límites entre la ñoñería academicista y el aroma a incienso y estafa de los gurúes orientalizados. Bordeando entre la imposibilidad de un cientifismo a ultranza y la insensatez infantilizante del todo vale.
El punto de llegada está en una cafetería de Madrid, en la anécdota sobre el conferenciante que empieza con Winnicott y Bleger y termina con la orgona y el aura. Ahí sólo cabe la risa, o más bien el despertar de un menospreciado sentido del ridículo que, en circunstancias tales, habría de ser llamado sentido de realidad.
No todo vale. Antonio Sánchez Casado describe un camino arduo en el que se ha ido definiendo un modelo de abordaje que podremos creer más o menos útil, más o menos científico, pero al que no podemos negar el valor de la estricta sinceridad.

lunes, 22 de octubre de 2018

Grafómano


La rosa de Alejandría la publica Manuel Vázquez Montalbán en 1984, y le podría servir de respuesta a aquél que se preguntase cómo era vivir en este país en esos años. Porque ésta y otras novelas de la serie Carvalho le toman el pulso a la realidad utilizando la coartada de la serie negra. De las novelas policíacas de Vázquez Montalbán se suele decir que están escritas un poco a vuelapluma, sin el cuidado que puso en otras obras más virtuosas, pero es que no hay que olvidar que nuestro hombre no dejaba de ser un grafómano sin cura, e igual te presentaba un sesudo ensayo sobre las figuras del momento, que colaboraba con prensa de mayor o menor alcurnia, que te despachaba la gran novela barcelonesa (por ejemplo, El pianista) o te participaba en reflexivos debates de televisión en los que intentaba trasladar al vulgo las reglas del materialismo dialéctico aplicadas a la predicción del resultado del próximo Madrid-Barça. Infatigable.

Así, esta novela es un fresco de su tiempo que en sus detalles más pedestres (que si ETA, que si el PSOE, que si Luis del Olmo o el Casino de Albacete) sólo entenderán los que vivían en ese entonces. Pero tampoco hay que dejarse confundir, Vázquez Montalbán es un gran escritor, y engastadas en una novelita de tres al cuarto encontramos joyas como esas descripciones del Levante o de Albacete, anticipando un mundo que se acaba a golpe de desarrollismo y de turistas ingleses, o el pulso que le toma a unas Ramblas que todavía lo eran y a ese mundo canalla mezcla de puterío barcelonés y despojos de la división azul, todo en promiscuidad y todo terminando en lo que se ha dado en llamar el basurero de la historia. Eso sí es memoria histórica.
En cuanto a la trama en sí, mal de amores y malos asesinatos a los que Carvalho asiste sin demasiado interés, planteándose a veces si intervenir para salvar a los que él considera inocentes, aunque deteniéndose siempre antes de hacerlo, no sea que se fuese a llevar una bofetada que no le correspondía. No se trata de cobardía, es más bien la lucidez del para qué, de lo inacabado, del no importa. Carvalho se refugia en esa venta de la que le han hablado, donde los guisos tienen la consistencia que otorga la sabiduría de generaciones, y se consuela echándose al coleto una botella de esos vinillos de la tierra que empiezan a ser cuidados. Y Vázquez Montalbán ya anda en otra cosa.

domingo, 14 de octubre de 2018

La ciudad


Existe una ciudad en la Argentina, en la provincia del mismo nombre, en el centro-este del país, al norte de Buenos Aires, junto al río Paraná, y que no debe ser nombrada bajo ningún concepto. La ciudad ha ido generando, entre los años sesenta y noventa del pasado siglo, una serie de personajes que se cruzan y entrecruzan en un azar de historias que vuelven a ser evocadas, una y otra vez, por tales fantasmas. Sus nombres no importan demasiado, pues aunque algunos se corresponden con los verdaderos, otros son apodos casi infantiles, e incluso de algunos no sabemos si se trata de su nombre o de su apodo. Por esta ciudad que vive al costado del río transitan Carlos Tomatis, Ángel Leto y el matemático (paseando durante veintiuna cuadras), Willie Gutiérrez, Pichón Garay (este desde París mayormente), Washington Noriega, el Gato (y Elisa), Barco, Nula, rodeados de una multitud de otros no menos importantes, como el juez, o el taxista impasible, o algunas mujeres que van y vienen, casadas o separadas de ellos. Pero no hay que confundirse, los personajes son transitorios, la ciudad permanente, como queda claro con la historia del entenado o cuando se narra el episodio de los positivistas en la ocasión. Y la ciudad vive sus personajes, sus historias de peronismo y dictadura, de indios colastinés y emigrados que vuelven sin saber muy bien por qué ni para qué. La ciudad puede conocerse entrando desde Rosario en autobús, atravesando primero sus arrabales y Santo Tomé, o viniendo desde Paraná y atravesando el puente, o sencillamente subiendo o bajando por la costanera en un día lluvioso. Desde esta perspectiva, lo mejor es el capítulo abril, mayo de cicatrices. Aunque hay quien preferirá las caminatas depresivas de Tomatis, o las idas y venidas de Leto a los tribunales, pero, al final, todos estos personajes se irán diluyendo y sólo quedará la ciudad, innombrable, y la memoria de Juan José Saer, inacabado.



sábado, 19 de mayo de 2018

Lo puramente cinematográfico


   Decir que el cine es el arte de las emociones no es sólo una figura retórica, se trata más bien de enunciar un principio fundacional que nos permitirá, además, diferenciar las películas al uso de aquellas que Hitchcock llamaba filmes puramente cinematográficos. Todos sabemos que una mala película es aquella en la hay que soportar largas parrafadas explicativas de los actores para poder entender qué está pasando, qué están sintiendo o, peor aún, quién es el asesino. Verbalizar las emociones está bien en la consulta del psicoanalista, pero resulta irritante en las películas de Garci, por ejemplo. Y es que, además, hay muchas emociones imposibles de verbalizar, aquellas contenidas en una mirada, en el sutil fruncimiento de las cejas que precede a la sonrisa, en el nervioso tamborileo de los dedos sobre la mesa. Igual que resulta imposible contar a qué sabe un melocotón, sobre todo cuando ya los melocotones no saben a melocotón.

   Todo esto viene al hilo del conocido como toque Lubitsch, esa indescriptible magia que destilaban algunos detalles de las películas del cineasta berlinés. Prácticamente en todas sus películas encontramos soluciones narrativas que, apelando a la inteligencia del espectador, permiten contar y expresar mucho más que cualquier tratado sobre las emociones humanas. En Una mujer para dos (Design for living, 1933), Gilda está enamorada de dos hombres a la vez que, además, son buenos amigos. Incapaz de decidirse por uno de los dos, y cansada de ser fuente de conflicto entre ambos, se termina casando con Max Plunkett, un aburrido y patético hombre de negocios. En su noche de bodas, antes de entrar en la alcoba, contemplan todos los ramos de flores recibidos como regalo, y entre todos destaca una triste maceta con dos flores, enviada por sus enamorados. Gilda, enfadada, da una patada a la maceta, y ambos entran en la alcoba. La cámara no les sigue, censura manda. Al momento, Gilda vuelve arrepentida y recoge la maceta y la coloca bien. Gilda vuelve a entrar en la alcoba, la cámara espera a la puerta. Pasa la noche, llega el día y sale el señor Plunkett, pensativo. Mira la maceta y le da una patada. Ahora le toca al espectador…