Aunque la contraportada ya anunciaba la duplicidad incoherente de las dos líneas argumentales, la lectura de W se desarrolla a trompicones, espasmódica en su ir y venir de una a otra de las historias, la de la propia infancia de Perec, la de esa especie de pesadilla olímpica a la que llama W. Se supone que es el lector el que va a intentar dotar de coherencia esa astracanada, pero el lector ya sabemos que no es de fiar, y pronto va a dividir su cerebro en dos partes, una para W, otra para el pequeño Perec. La farsa olímpica produce miedo, nauseas. El pequeño Perec es un personaje dickensiano. Ya el lector habrá de optar por una de las dos historias, y mientras atraviesa pesaroso la orwelliana W espera el regreso del pobrecito Perec, o apenas se apiada del desgraciado niño judío aguardando más detalles de la fábula futurista. El lector, atrapado en otra de las oulipianas trampas, ha de decidirse. El juego para Perec lo constituye la suspensión de la trama, un divertimento jazzístico por la síncopa que provoca. Al maestro Vian, otro de los fundadores, creo que le habría divertido.
Aunque la necesidad de elaborar un pasado tan duro, de escribir la historia de un huérfano judío desplazado bajo la ocupación nazi, quizá se disfrace bajo la farsa de W. Un Perec temeroso de dejar al aire sus recuerdos infantiles. Los escritores, esos animalitos tan vergonzosos.
Pero también podría ser que W por sí misma no funcionase como libro, como historia, y tuviese necesidad de los habituales trampantojos, y los recuerdos de infancia no fuesen más que un aderezo. Los escritores, esos animalitos tan perezosos.
Sea cual fuere, W no son recuerdos de infancia, a pesar de la o del título.




