sábado, 17 de noviembre de 2018

Versiones de una realidad


Una lectura superficial de las películas de Bergman podría hacernos pensar que está en las antípodas del cine que hacía Luis Buñuel, y que caracteres tan diferentes poco tendrían que decirse si se produjese un encuentro que, entiendo, nunca tuvo lugar. Sin embargo, existen declaraciones de Buñuel en las que afirma sentir verdadera simpatía y admiración por Bergman, y cuando la Filmoteca Sueca organizó un encuentro entre ambos (1974, con la presencia también de Fellini) Bergman dijo que tenía un interés personal en esta conferencia que nunca fue. Este afecto y respeto que se profesaban ambos en la distancia se entiende mejor volviendo a ver Fresas salvajes (1957), la increíblemente hermosa y compleja película de Bergman. Recordemos, es la historia del viaje de Isak Borg (Victor Sjöström), un viejo médico sueco, con su nuera y unos jóvenes autoestopistas, desde Estocolmo hasta Lund, para recibir su doctorado honoris causa. La figura central del profesor lo es en todos los aspectos, y resultan de interés los comentarios de Bergman en sus memorias (Linterna mágica) sobre el rodaje, sobre la personalidad extraordinaria de Sjöstrom, que recordemos que no sólo era actor sino que también había sido uno de los grandes directores de la época del cine mudo, y sobre el respeto y la casi devoción que Bergman le profesa. Cuenta en sus memorias que alguna de las escenas centrales de la película en realidad las había tomado casi del natural:

Yo filmé, sin ser visto y para uso privado, a Bibi Andersson con un vestido fin de siglo ligeramente escotado, sentada en un prado dándole a Victor fresillas silvestres a la boca. El trata de mordisquearle los dedos y ambos se ríen, la joven mujer se siente patentemente halagada, el viejo león ostensiblemente embelesado.


Pero Fresas salvajes no es sólo esto. Bergman explora con lucidez los miedos sobre la propia valía y sobre los demás, las tinieblas familiares, el infierno del otro, qué significa ser padre, qué es ser hijo, la soledad, la cercanía de la muerte, todo lo que es finalmente ser persona. La sonrisa final del personaje confunde a muchos que entienden que es su película más optimista (sobre todo a los católicos, curiosamente), cuando en realidad el rictus de Sjöstrom es más bien amargo y malhumorado durante su periplo.

Volviendo al tratamiento de la realidad, existen, al inicio del film, elementos claramente surrealistas y buñuelianos en Fresas salvajes, sobre todo en el angustioso sueño inicial del profesor, rodado con una luminosidad excesiva, con continuas referencias a la muerte y al paso del tiempo (esos dalinianos relojes sin manecillas…). Sin embargo, resulta más interesante la manera en la que Bergman aborda la filmación del recuerdo: en las escenas iniciales, cuando se queda solo frente a casa de su infancia, al principio el observa a su familia desde lejos, tal y como eran; después entra en la casa y observa la divertida escena del desayuno, se mueve entre los personajes sin que estos puedan verlo a él; por último, interactúa con su prima y con los demás personajes, aunque siempre manteniendo su apariencia actual de anciano. En esta fluctuación del recuerdo, vamos perdiendo gradualmente la seguridad sobré qué es realidad y qué recuerdo, como sucede, de un modo más directo y masivo, en las películas de Buñuel. Una vez superada su fase inicial poético-surrealista en Francia, en las películas mexicanas introduce de vez en cuando elementos oníricos, y cuando ya vuelve a Francia en su vejez para rodar con mayor libertad empieza a experimentar con la capacidad de su público para soportar la incertidumbre sobre qué es realidad, qué es recuerdo, qué es imaginación, qué ha pasado y qué no ha pasado, experimentación que con Belle de jour da un salto significativo, pues ahí la incertidumbre al final ya es total (a Buñuel le divertía terriblemente este juego de espejos y, sobre todo, las interpretaciones sesudas de los críticos). Una vez atravesado determinado límite, Buñuel continúa explorando en estos márgenes (véase El fantasma de la libertad, donde ya trabaja con muy pocas concesiones hacia la verosimilitud). 

Entiendo que ambos, Bergman y Buñuel, se profesaron simpatía y admiración en la distancia porque ambos, cada uno a su manera, intentaron seguir la máxima de Píndaro:

Oh, mi alma, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible.

viernes, 16 de noviembre de 2018

La desolación de Chirbes

La buena letra podría ser otra novela sobre nuestra guerra, sobre las consecuencias morales entre los perdedores, de cómo las familias en guerra se rompen, de cómo las familias en guerra se convierten en asidero aunque no sean tales, un libro sobre las fidelidades familiares. Entonces es, podría ser, más un libro sobre la familia que sobre la guerra, o un libro sobre la familia en las condiciones de posguerra, pero también un libro sobre la situación de la mujer en tales circunstancias, o sobre cómo todo se torna extraño, ajeno, cuando se crece en tal entorno, donde eso se entiende que es lo normal, la guerra, el hambre, la miseria. La buena letra es un libro pesimista porque Chirbes es un pesimista, y está visto que en este país los pesimistas tienen siempre, al final, la razón. Pues Chirbes casi siempre nos está hablando del final:

Uno acumula saber como las urracas, oye miles de discos, lee libro tras libro, ve cientos de programas de televisión, hojea millones de revistas a lo largo de la vida, piensa, se informa, y luego se muere, y seguramente, si le queda un hilo de lucidez, piensa también en todo el tiempo que ha perdido. Y en que seguramente ese tiempo perdido es lo que ha ganado.



viernes, 9 de noviembre de 2018

Buñueloni


El hombre que ni fuma ni bebe es un cabrón
Luis Buñuel

Supongo que si Don Luis hubiese sorprendido a alguien hurgando entre sus cartas, allá en su refugio defeño, le hubiese salido al paso con los pistolones de su padre de la guerra de Cuba, aunque no estoy tan seguro de que le hubiese pegado cuatro tiros, que decían que no era capaz de matar una mosca. Pero también me imagino a Don Luis mirando por el agujerito cómo se desviste la vecina, disfrutando sin ningún remordimiento de su situación de voyeur irredento. La pulsión escópica, fuente de disfrute y disgusto a un tiempo, pecado y perversión, se puede sentir y disfrutar leyendo la Correspondencia escogida de Luis Buñuel, editada por Evans y Viejo. ¿Y qué encontramos entre esos cientos de cartas, escritas o recibidas por nuestro hombre? En realidad, oh decepción, nada perverso.
Si venimos de un buen conocimiento de su filmografía, de la lectura de sus memorias y de otros ensayos y libros de conversaciones (sobre todo, de los textos de Sánchez Vidal, Turrent y Colina, Ian Gibson,  y Max Aub), esta espléndida correspondencia no aporta grandes descubrimientos pero tiene el disfrute de la fuente directa, de sorprender al personaje en su tránsito diario, en su día a día como eficiente gestor de los dineros de sus productores, en sus preocupaciones diarias (rodaré, no rodaré), en sus pequeñas penurias y vanas miserias, aunque en general Luis Buñuel no parece que fuese muy dado a confidencias por carta. De hecho, inicia casi todas sus misivas señalando cuán poco le gusta el género epistolar y qué pereza le produce la obligación de contestar en sus correspondencias, aunque en muchas de ellas se hace referencia al gran conversador que debió ser (lo dice él, lo dicen sus amigos, todos preferían pasar un rato con él junto a una copa).

La joya a encontrar, sobre todo con la edad, conforme se va haciendo mayor, es su sentido del humor, el gusto por el exabrupto, la jota guarra y los latines bien usados, sus bromas sobre comprar jurados para que le den los premios, sobre aceptar sólo los premios en metálico o en estatuillas fundibles. Tanto es así que hay quien le manda, para congraciarse, alguna jotilla de ocasión:
San Lorenzo en la parrilla
le decía a los judíos:
¡Dadme la vuelta, cabrones,
Que tengo los huevos fríos!
En realidad, las pocas polémicas aún existentes no se solucionan leyendo su correspondencia, por ejemplo su pertenencia al partido comunista, que sus amigos dan por hecha en su juventud pero que él pide rectificar a una biógrafa en su vejez (la sombra de Dalí sobrevolando, siempre). Poco importa. Su tono, con la edad, se va haciendo pesimista, conforme las parcas y las moiras van habitando su espacio, y esa escasa confianza en el género humano que se va instalando lleva a los curas que lo frecuentaban (tan bien retratados en Tristana) a suponer un arrepentimiento que supongo que había de divertirlo sobremanera (caso muy parecido al de Brassens).
Para atacar, en fin, esta correspondencia hay que ser una apasionado mitómano de la figura de Buñuel, pues sólo aporta una pasada más sobre lo mismo, nada que ver con el tono lúdico y festivo de sus memorias, aunque de vez en cuando, en cualquier carta que envía o recibe, aparece lo entrañable, lo humano, lo afectivo. Si acaso, y esto es innegable, el deseo de volver a ver toda y cada una de sus películas, otra vez. Para otra vez encontrarlo en el detalle, aunque sea mínimo en sus películas alimenticias. Buñuel supo desde el principio cuál era su profesión, y superó todas las desventuras que intentaron impedirle desarrollarla. El arte es finalmente eso, tesón frente a lo cotidiano. Y era aragonés…

domingo, 28 de octubre de 2018

Caminos en psicoterapia

La búsqueda de un enfoque íntimamente satisfactorio desde el que trabajar en psicología no suele ser un dulce camino, ni dulces sus frutos. Y si se trata ya de la psicoterapia, las heridas pueden ser aún mayores y más sangrantes, como así se describe en Elementos en terapia operativa psicoanalítica de Antonio Sánchez Casado (et al.). El texto, servido a modo de manual, es una descripción, a veces general, a veces extremadamente detallada, de cuál ha sido el camino seguido por el autor y sus pares para encontrar una manera de trabajar útil para el paciente y sincera para los terapeutas y sus puntos de amarre personales y profesionales, con una especial consideración, como el título indica, hacia las perspectivas grupales y psicoanalíticas. Es, además, un texto bien escrito (algo no tan común en la literatura técnica) que puede utilizarse como brújula para una formación en psicoterapia desde planteamientos de grupo.


El punto de partida es el desaliento frente a una psicoterapia institucionalizada, centrada no en el paciente como ser social sino en su enfermedad, entendida ésta (desde el modelo médico al uso) como una especie de tumor que dificulta o imposibilita el funcionamiento normal de esa máquina-persona, y del que podrá ser liberado (extraído) usando alguno de los cuatro fármacos de rigor y unas cuantas sesiones de bienintencionados consejos. Entonces, frente a todo eso, empieza el camino. Un camino que siempre va bordeando, en los límites entre la ñoñería academicista y el aroma a incienso y estafa de los gurúes orientalizados. Bordeando entre la imposibilidad de un cientifismo a ultranza y la insensatez infantilizante del todo vale.
El punto de llegada está en una cafetería de Madrid, en la anécdota sobre el conferenciante que empieza con Winnicott y Bleger y termina con la orgona y el aura. Ahí sólo cabe la risa, o más bien el despertar de un menospreciado sentido del ridículo que, en circunstancias tales, habría de ser llamado sentido de realidad.
No todo vale. Antonio Sánchez Casado describe un camino arduo en el que se ha ido definiendo un modelo de abordaje que podremos creer más o menos útil, más o menos científico, pero al que no podemos negar el valor de la estricta sinceridad.

lunes, 22 de octubre de 2018

Grafómano


La rosa de Alejandría la publica Manuel Vázquez Montalbán en 1984, y le podría servir de respuesta a aquél que se preguntase cómo era vivir en este país en esos años. Porque ésta y otras novelas de la serie Carvalho le toman el pulso a la realidad utilizando la coartada de la serie negra. De las novelas policíacas de Vázquez Montalbán se suele decir que están escritas un poco a vuelapluma, sin el cuidado que puso en otras obras más virtuosas, pero es que no hay que olvidar que nuestro hombre no dejaba de ser un grafómano sin cura, e igual te presentaba un sesudo ensayo sobre las figuras del momento, que colaboraba con prensa de mayor o menor alcurnia, que te despachaba la gran novela barcelonesa (por ejemplo, El pianista) o te participaba en reflexivos debates de televisión en los que intentaba trasladar al vulgo las reglas del materialismo dialéctico aplicadas a la predicción del resultado del próximo Madrid-Barça. Infatigable.

Así, esta novela es un fresco de su tiempo que en sus detalles más pedestres (que si ETA, que si el PSOE, que si Luis del Olmo o el Casino de Albacete) sólo entenderán los que vivían en ese entonces. Pero tampoco hay que dejarse confundir, Vázquez Montalbán es un gran escritor, y engastadas en una novelita de tres al cuarto encontramos joyas como esas descripciones del Levante o de Albacete, anticipando un mundo que se acaba a golpe de desarrollismo y de turistas ingleses, o el pulso que le toma a unas Ramblas que todavía lo eran y a ese mundo canalla mezcla de puterío barcelonés y despojos de la división azul, todo en promiscuidad y todo terminando en lo que se ha dado en llamar el basurero de la historia. Eso sí es memoria histórica.
En cuanto a la trama en sí, mal de amores y malos asesinatos a los que Carvalho asiste sin demasiado interés, planteándose a veces si intervenir para salvar a los que él considera inocentes, aunque deteniéndose siempre antes de hacerlo, no sea que se fuese a llevar una bofetada que no le correspondía. No se trata de cobardía, es más bien la lucidez del para qué, de lo inacabado, del no importa. Carvalho se refugia en esa venta de la que le han hablado, donde los guisos tienen la consistencia que otorga la sabiduría de generaciones, y se consuela echándose al coleto una botella de esos vinillos de la tierra que empiezan a ser cuidados. Y Vázquez Montalbán ya anda en otra cosa.

domingo, 14 de octubre de 2018

La ciudad


Existe una ciudad en la Argentina, en la provincia del mismo nombre, en el centro-este del país, al norte de Buenos Aires, junto al río Paraná, y que no debe ser nombrada bajo ningún concepto. La ciudad ha ido generando, entre los años sesenta y noventa del pasado siglo, una serie de personajes que se cruzan y entrecruzan en un azar de historias que vuelven a ser evocadas, una y otra vez, por tales fantasmas. Sus nombres no importan demasiado, pues aunque algunos se corresponden con los verdaderos, otros son apodos casi infantiles, e incluso de algunos no sabemos si se trata de su nombre o de su apodo. Por esta ciudad que vive al costado del río transitan Carlos Tomatis, Ángel Leto y el matemático (paseando durante veintiuna cuadras), Willie Gutiérrez, Pichón Garay (este desde París mayormente), Washington Noriega, el Gato (y Elisa), Barco, Nula, rodeados de una multitud de otros no menos importantes, como el juez, o el taxista impasible, o algunas mujeres que van y vienen, casadas o separadas de ellos. Pero no hay que confundirse, los personajes son transitorios, la ciudad permanente, como queda claro con la historia del entenado o cuando se narra el episodio de los positivistas en la ocasión. Y la ciudad vive sus personajes, sus historias de peronismo y dictadura, de indios colastinés y emigrados que vuelven sin saber muy bien por qué ni para qué. La ciudad puede conocerse entrando desde Rosario en autobús, atravesando primero sus arrabales y Santo Tomé, o viniendo desde Paraná y atravesando el puente, o sencillamente subiendo o bajando por la costanera en un día lluvioso. Desde esta perspectiva, lo mejor es el capítulo abril, mayo de cicatrices. Aunque hay quien preferirá las caminatas depresivas de Tomatis, o las idas y venidas de Leto a los tribunales, pero, al final, todos estos personajes se irán diluyendo y sólo quedará la ciudad, innombrable, y la memoria de Juan José Saer, inacabado.



sábado, 19 de mayo de 2018

Lo puramente cinematográfico


   Decir que el cine es el arte de las emociones no es sólo una figura retórica, se trata más bien de enunciar un principio fundacional que nos permitirá, además, diferenciar las películas al uso de aquellas que Hitchcock llamaba filmes puramente cinematográficos. Todos sabemos que una mala película es aquella en la hay que soportar largas parrafadas explicativas de los actores para poder entender qué está pasando, qué están sintiendo o, peor aún, quién es el asesino. Verbalizar las emociones está bien en la consulta del psicoanalista, pero resulta irritante en las películas de Garci, por ejemplo. Y es que, además, hay muchas emociones imposibles de verbalizar, aquellas contenidas en una mirada, en el sutil fruncimiento de las cejas que precede a la sonrisa, en el nervioso tamborileo de los dedos sobre la mesa. Igual que resulta imposible contar a qué sabe un melocotón, sobre todo cuando ya los melocotones no saben a melocotón.

   Todo esto viene al hilo del conocido como toque Lubitsch, esa indescriptible magia que destilaban algunos detalles de las películas del cineasta berlinés. Prácticamente en todas sus películas encontramos soluciones narrativas que, apelando a la inteligencia del espectador, permiten contar y expresar mucho más que cualquier tratado sobre las emociones humanas. En Una mujer para dos (Design for living, 1933), Gilda está enamorada de dos hombres a la vez que, además, son buenos amigos. Incapaz de decidirse por uno de los dos, y cansada de ser fuente de conflicto entre ambos, se termina casando con Max Plunkett, un aburrido y patético hombre de negocios. En su noche de bodas, antes de entrar en la alcoba, contemplan todos los ramos de flores recibidos como regalo, y entre todos destaca una triste maceta con dos flores, enviada por sus enamorados. Gilda, enfadada, da una patada a la maceta, y ambos entran en la alcoba. La cámara no les sigue, censura manda. Al momento, Gilda vuelve arrepentida y recoge la maceta y la coloca bien. Gilda vuelve a entrar en la alcoba, la cámara espera a la puerta. Pasa la noche, llega el día y sale el señor Plunkett, pensativo. Mira la maceta y le da una patada. Ahora le toca al espectador…


domingo, 1 de abril de 2018

Los topos



Torbado y Leguineche publicaron este magnífico ensayo periodístico en 1977, al calor de la muerte del dictador. Casi se podría decir que el propio libro es uno de esos topos que tuvo que esperar a la desaparición física de Franco para poder salir a las librerías, a respirar los nuevos aires, a la calle para pasearse a cuerpo. Aunque todavía era pronto para hablar de memoria histórica, porque ese es un proceso que implica liberar a la memoria de emociones, y todavía era pronto para eso. "Los topos" es un libro de entrevistas con aquellos enterrados en vida, algunos durante cinco o diez años, otros durante casi cuarenta, por el simple delito de haber apoyado la normalidad democrática antes del golpe de estado de 1936. Pero también es un libro de entrevistas con las familias de los enterrados, y sobre todo con las mujeres de aquellos topos, aquellas que tuvieron que dar la cara y mantener la farsa durante tantos años, años de miedo, de humillaciones, de vejaciones y en muchos casos de torturas, no olvidemos que eran las mujeres de los rojos, aquellas para las que Queipo de Llano proponía la violación sistemática.

Cuarenta años parece ser una medida recurrente en la historia española. Cuarenta años duró la dictadura. Cuarenta años han transcurrido desde la muerte de Franco. El nuevo mantra de la derecha española es decir que cuarenta años son muchos años, que ya a nadie importa la guerra civil, cosas de abuelos que hay que olvidar en un país de nuevos ricos (o ya no tan ricos), como hablar de la guerra de los cien años, y por tanto nuestro presidente se ufana de no haber dedicado ni un solo euro al desarrollo de dicha ley, lo cual es una poco elegante manera de admitir un fraude de ley. Porque nuestro gobierno sí dedica nuestros ricos cuartos a traer a los caídos de la división azul o a restaurar monumentos tan poco asépticos como el Valle de los caídos. Y es que se está pidiendo olvido y superación del trauma de la guerra civil a aquellos que la perdieron y, sobre todo, a aquellos que padecieron los cuarenta años del terror subsiguiente. Es así que cuando un hijo de los vencidos habla de olvidar yo acato y asiento agachando la cabeza, pero cuando uno de los herederos del régimen me habla de olvido se me viene a las mientes aquel poema de Nicolás Guillén

En fin, que todo lo recuerdo.
Y como todo lo recuerdo,
¿qué carajo me pide usted que haga?
Pero además, pregúnteles.
Estoy seguro
de que también recuerdan ellos.

Seguro que ellos recuerdan también sus días de ordeno y mando, días en los que los rojos tenían que callar y que esconderse si querían salvar la vida, días en los que no había que dar tantas explicaciones sobre cómo aprobé esa oposición, sobre cómo se construyó nuestra fortuna, sobre cómo llegamos a ser dueños de aquello que siempre nos perteneció: el himno, la bandera, el país, la patria.


Supongo que todos queremos superar aquello, olvidar y convertir en historia aquella historia tan triste (porque termina mal, decía Gil de Biedma), pero para ello era y es necesaria la aplicación de la ley de memoria histórica, que sólo pretende quitar emoción a lo ya vivido para poder avanzar, es decir, convertir la memoria en historia, historia para escolares, para los libros de texto, algo a la vez aséptico y terminado. Pero eso sólo será posible si dejamos de convivir con toda la simbología franquista que resiste en nuestro callejero, en forma de estatuas en muchas de nuestras calles, en fosas comunes tras la tapia del cementerio. Superar semejante trauma exige reparación y, sobre todo, verdad. Las guerras civiles, los daños del colonialismo y otros males similares sólo pueden ser superados a través de la reparación y de la verdad. Es por ello que releer a Torbado y Leguineche no es ejercicio de melancolía sino un paso más hacia esa reparación y esa verdad necesarias. 

miércoles, 21 de marzo de 2018

Lulu



Libro inquietante (y esa palabra lo define), porque Cartarescu no permite saber nunca qué terreno se pisa. Parece estar contando su historia, la historia de Víctor, adolescente solitario (La soledad lleva en su seno la semilla de la locura) con dificultades de relación social, lejano a sus compañeros tanto física como intelectualmente (un friki que opina que no existe mayor suplicio ni infierno más profundo que la felicidad), perseguido por extraños fantasmas que en  un viaje de fin de curso con sus compañeros sufre, en una residencia híbrida entre el realismo socialista y los boy scouts, algo así como un asalto sexual por parte de Lulu, un alumno que por momentos es como un travesti que le atrae y le repele a un tiempo. La narración se desarrolla en un enrarecido ambiente de intensa sexualidad que todo lo impregna. Y todo se narra a un tiempo como real y recordado desde una posición de escritor que ha triunfado como tal ante los demás, aunque ante sí mismo no deje de ser un farsante o una especie de figurón de escritor de éxito. Al final, en la buhardilla de la residencia, un lugar oculto a todos y a todo, el último reducto de su memoria y de su sexualidad, le espera la monstruosa araña que le inoculará, quizá a él, quizá a Lulu, el veneno paralizante que permitirá convertirlo en una víctima a la que sorber toda su vitalidad, o su esencia, o su existencia, como si el Víctor posterior a este episodio ya no fuese más él mismo, ese adolescente. Cartarescu va más allá del realismo mágico de Nostalgia y en este relato, que es casi una historia de terror, se adentra en las repulsivas profundidades de su yo más profundo, lo que probablemente hará las delicias de los lectores deseosos de una nueva dosis de interpretación psicoanalítica. Cartarescu recuerda al adolescente que fue, esa época terrible de la formación, de las elecciones y las decisiones, como la llamaba Kertész (él pensaba que es mejor ser viejo). Cartarescu no parece haberlo superado, o seguir intentando superarlo escribiendo libros (Me aferro ahora, como a una última brizna de esperanza, a la idea de que tal vez consiga curarme a través de la escritura. Es decir, desenmarañar, mientras me queden fuerzas, este ovillo, este manojo de intestinos, este mandala enredado en mi cabeza. Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo mismo me vaya vaciando de veneno). No creo que Cartarescu lo consiga, que ninguno de nosotros lo consiga, nunca.

jueves, 11 de enero de 2018

Distancia focal

Después de leer a Laplantine, me queda la impresión de una propuesta de epistemología en la que se reduce la distancia entre el sujeto reflexivo y el sujeto emotivo. Lo cierto es que cuando me he planteado la problemática del conocimiento, sobre todo desde la perspectiva para mí antigua de qué es ciencia y qué no lo es, siempre he optado por entender que el problema tenía más que ver con la óptica, y más en concreto con la distancia y el punto de enfoque, algo así como que cuando te acercas demasiado dejas de ver ciertas cosas y cuando te alejas quizá enfoques mejor pero pierdes detalle, y también que cuando eliges enfocar un determinado objeto (de conocimiento) has necesariamente de desenfocar y dejar de ver aquello más lejano o cercano a tu objeto de estudio, y que dicha elección no sólo va a tener que ver con la perspectiva que adoptes (por ejemplo, soy neuropsicólogo y adopto posiciones más biologicistas, o me alejo y mi enfoque es más sistémico, etcétera), sino también con el grado de asepsia que pretendas en tu estudio, aunque en el caso del observador llamémosle emotivo creo que éste tendría que explicitar algo sobre sí mismo, de alguna manera descubrir sus cartas antes de jugar en sus juegos de transferencia y contratransferencia. En cuanto a la extensión política del tema, me quedo con las referencias de Laplantine a un mundo anestesiado, sin sufrimiento pero también sin placer, extraña distopía ya presente. Y ahora pienso en lo acertado del término “memoria histórica”, que permitiría a los perdedores de todas las historias (coloniales, económicas y políticas) convertir la memoria de su derrota en historia razonada, superando el victimismo para poder volver a ser, a existir.