Una lectura superficial de las películas de Bergman podría
hacernos pensar que está en las antípodas del cine que hacía Luis Buñuel, y que
caracteres tan diferentes poco tendrían que decirse si se produjese un
encuentro que, entiendo, nunca tuvo lugar. Sin embargo, existen declaraciones
de Buñuel en las que afirma sentir verdadera simpatía y admiración por Bergman,
y cuando la Filmoteca Sueca organizó un encuentro entre ambos (1974, con la
presencia también de Fellini) Bergman dijo que tenía un interés personal en esta
conferencia que nunca fue. Este afecto y respeto que se profesaban ambos en la distancia se
entiende mejor volviendo a ver Fresas salvajes (1957), la increíblemente hermosa
y compleja película de Bergman. Recordemos, es la historia del viaje de
Isak Borg (Victor Sjöström), un viejo médico sueco, con su nuera y unos jóvenes
autoestopistas, desde Estocolmo hasta Lund, para recibir su doctorado honoris
causa. La figura central del profesor lo es en todos los aspectos, y resultan
de interés los comentarios de Bergman en sus memorias (Linterna mágica) sobre
el rodaje, sobre la personalidad extraordinaria de Sjöstrom, que recordemos que
no sólo era actor sino que también había sido uno de los grandes directores de
la época del cine mudo, y sobre el respeto y la casi devoción que Bergman le
profesa. Cuenta en sus memorias que alguna de las escenas centrales de la película
en realidad las había tomado casi del natural:
Yo filmé, sin ser visto y para uso privado, a Bibi Andersson con un vestido fin de siglo ligeramente escotado, sentada en un prado dándole a Victor fresillas silvestres a la boca. El trata de mordisquearle los dedos y ambos se ríen, la joven mujer se siente patentemente halagada, el viejo león ostensiblemente embelesado.
Pero Fresas salvajes no es sólo esto. Bergman explora con
lucidez los miedos sobre la propia valía y sobre los demás, las tinieblas
familiares, el infierno del otro, qué significa ser padre, qué es ser hijo, la
soledad, la cercanía de la muerte, todo lo que es finalmente ser persona. La
sonrisa final del personaje confunde a muchos que entienden que es su película
más optimista (sobre todo a los católicos, curiosamente), cuando en realidad el
rictus de Sjöstrom es más bien amargo y malhumorado durante su periplo.
Volviendo al tratamiento de la realidad, existen, al inicio
del film, elementos claramente surrealistas y buñuelianos en Fresas salvajes,
sobre todo en el angustioso sueño inicial del profesor, rodado con una luminosidad
excesiva, con continuas referencias a la muerte y al paso del tiempo (esos dalinianos
relojes sin manecillas…). Sin embargo, resulta más interesante la manera en la
que Bergman aborda la filmación del recuerdo: en las escenas iniciales, cuando
se queda solo frente a casa de su infancia, al principio el observa a su
familia desde lejos, tal y como eran; después entra en la casa y observa la
divertida escena del desayuno, se mueve entre los personajes sin que estos
puedan verlo a él; por último, interactúa con su prima y con los demás
personajes, aunque siempre manteniendo su apariencia actual de anciano. En esta
fluctuación del recuerdo, vamos perdiendo gradualmente la seguridad sobré qué
es realidad y qué recuerdo, como sucede, de un modo más directo y masivo, en
las películas de Buñuel. Una vez superada su fase inicial poético-surrealista
en Francia, en las películas mexicanas introduce de vez en cuando elementos
oníricos, y cuando ya vuelve a Francia en su vejez para rodar con mayor
libertad empieza a experimentar con la capacidad de su público para soportar la
incertidumbre sobre qué es realidad, qué es recuerdo, qué es imaginación, qué
ha pasado y qué no ha pasado, experimentación que con Belle de jour da un salto
significativo, pues ahí la incertidumbre al final ya es total (a Buñuel le divertía
terriblemente este juego de espejos y, sobre todo, las interpretaciones sesudas
de los críticos). Una vez atravesado determinado límite, Buñuel continúa
explorando en estos márgenes (véase El fantasma de la libertad, donde ya trabaja con muy pocas concesiones hacia la verosimilitud).
Entiendo que ambos, Bergman y Buñuel, se profesaron simpatía y admiración en la
distancia porque ambos, cada uno a su manera, intentaron seguir la máxima de
Píndaro:
Oh, mi alma, no
aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo
de lo posible.









